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La UE está obligada a reflexionar sobre sus políticas comunes, con o sin Londres
La primera ministra británica, Theresa May, ha admitido la posibilidad de solicitar una prórroga al plazo previsto para que Reino Unido abandone la Unión Europea en el caso de que, como ha sucedido hasta ahora, ambas partes no consigan regular la salida de mutuo acuerdo. El líder laborista, Jeremy Corbyn, también ha tenido que ceder, al menos en las formas, frente a los miembros de su partido favorables a celebrar un segundo referéndum que, eventualmente, revoque el mandato popular de abandonar la Unión. Ambos movimientos demuestran el inmenso daño social y político que Reino Unido se ha infligido a sí mismo intentando desentenderse de las instituciones. Unas instituciones en las que ha cristalizado una concepción de Europa como espacio articulado en torno a un sistema de normas democráticas, no a una constelación de naciones construidas a partes iguales por un pasado en el que se idolatra el mito y un presente que lo transforma directamente en amenaza.
Es pronto para saber si Reino Unido abandonará la Unión o si permanecerá en ella, pero no para identificar las consecuencias que sobre Europa como proyecto puede tener cada alternativa. Si finalmente se materializara la salida británica, no cabe dramatizar el desenlace más allá de la estricta pérdida que supone: la Unión seguirá siendo la Unión, solo que con un miembro menos y un precedente de salida. Pero si, por el contrario, los ciudadanos de Reino Unido acabaran desdiciéndose de su primer mandato, entonces la Europa del derecho habrá prevalecido inequívocamente sobre la Europa de las naciones, que es tanto como decir sobre la Europa del recelo, la hostilidad, el populismo y la xenofobia.
Ante cualquiera de ambos desenlaces, sin embargo, la Unión seguirá obligada a reflexionar sobre la gestión y la extensión de las políticas comunes, pero también a retomar tarde o temprano la vocación de institucionalización que inspiró en su día el proyecto constitucional. Si fracasó fue, entre otras razones, porque no era una Constitución sino un engendro normativo, que regulaba materias hasta las que no desciende una Ley Fundamental y, consecuentemente, incluía artículos propios de una directiva o un reglamento. Con o sin Reino Unido en Europa, los logros ya alcanzados por el proyecto de la Unión merecerán alguna vez un texto sobrio y comprometido que, en la estela de las grandes Constituciones históricas, afirme las “verdades evidentes por sí mismas” que los han inspirado, y que hoy están cayendo en un lúgubre olvido.
La trascendencia política de la tarea a la que se enfrenta la Unión, no para prometer el bien a Europa sino para librarla de sus renacidos demonios, ofrece sin duda un horizonte de acción, pero también una medida para juzgar la estatura de los líderes que aspiran al Gobierno de los diversos Estados, y, por tanto, a tomar asiento en el Consejo. En el caso español, da el tamaño exacto de la de dos dirigentes que, como Pablo Casado y Albert Rivera, hicieron del pleno parlamentario sobre Europa celebrado esta semana en el Congreso, una nueva ocasión para medir su incontinencia en la descalificación apocalíptica, no la viabilidad de sus programas políticos. No es seguro que la España a la que creen apelar sea una realidad preexistente a su discurso, y no su irresponsable creación, lo mismo que le sucede a la España agitada por el fanatismo de los independentistas, cuya única diferencia con la de Rivera y Casado es que sustituyen el papel del traidor interior por la del enemigo exterior. Ni esa España de la crispación, promovida por unos, ni la del desprecio, agitado por otros, son las que garantizan la mejor Europa. Sencillamente porque no son, tampoco, la mejor España.
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