“Si ellos se sientan atrás, yo no toco”. Eunice Kathleen Waymon había largado la sentencia minutos antes del concierto que estaba por dar en una biblioteca: a los padres los habían mandado al fondo por ser negros. Ella tendría unos siete años y tocaba el piano febrilmente, música clásica, durante ocho horas por día. Tenía un sueño y siempre lo tendría: ser la primera pianista clásica negra en el mundo. “Los trajeron adelante —contó— para que se sentaran allí, pero fue la primera vez que sentí discriminación. Y me horrorizó”.
Eunice pasaría a la historia con el nombre de Nina Simone: Nina por “Niña” (‘little girl’), — un novio la llamaba así—, y Simone, por la actriz francesa Simone Signoret. Eunice se puso ese nombre, muchos años después de aquel concierto en la biblioteca, para que su madre no se enterara por los avisos del diario que tocaba “música diabólica” en bares de mala muerte, en Atlantic City, desde la medianoche hasta el amanecer. La música diabólica eran el jazz, el pop, el folk.
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Y Nina —de quien se cumple ahora un nuevo aniversario de su nacimiento— debía tocar y debía cantar en esos antros, vestida de etiqueta, para poder comer y mantenerse a ella y a su familia.
Pero la historia, su historia, había comenzado en Tryon, pueblo de Carolina del Norte, donde Nina empezó a tocar cuando tenía tres o cuatro años. Nació el 21 de febrero de 1933. Su mamá era predicadora y la llevaba a todas sus ceremonias. Así, en la Iglesia, empezó a tocar el piano. Esas ceremonias, dijo una vez Nina, fueron lo más emocionante que le pasó en la vida, que la música era tan intensa que sentía que se salía de su cuerpo.
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Cuando Nina tenía 7 años, el coro de la Iglesia se presentó en su pueblo y la pequeña Eunice estaba en el programa. Ella tocó una canción, no recuerda cuál, y en el público había dos mujeres blancas que la oyeron tocar. Una de ellas era la patrona de su madre y la otra era una profesora de música, la Sra. Mazzanovich, quien, a partir de ese momento, le daría clases de piano clásico durante cinco años.
Todos los fines de semana, Nina cruzaba las vías del tren para llegar a la casa de la Sra. Mazzanovich: esas vías del tren, en el sur, que dividían a los blancos y negros. La profesora la inició en los grandes: Johann Sebastian Bach, Ludwig van Beethoven, Claude Debussy, Johannes Brahms.
“Mi profesora se había convencido de que yo iba a ser una de las mejores concertistas de piano del mundo”, diría Nina. “El mayor aislamiento era con mi color —relató otra vez—; Viví en el sur durante 17 años. En mi casa no se podía hablar del tema de las razas. Yo no tenía conciencia. Y no tuve conciencia de eso, sino muchos años después”.
Tras esa época, Nina Simone estudió un año y medio en la prestigiosa escuela Juilliard, en Nueva York. Tocaba Franz Liszt, Serguéi Rajmáninov, Bach. Pidió entonces una beca en Filadelfia, en el conservatorio Instituto de Música Curtis. “Yo sabía que merecía la beca, pero me la negaron y tardé como seis meses en darme cuenta que fue porque era negra. Nunca pude recuperarme de ese golpe de racismo”. Era 1951. Luego vendría Atlantic City, los bares de mala muerte y el nacimiento del vibrante nombre: Nina Simone.
“Una noche vino el dueño —contó en una entrevista— y me dijo que si quería seguir tenía que cantar. Y yo le dije: ‘Está bien, canto’. Y desde ese momento canto. Necesitaba tocar y necesitaba el dinero. Siempre fue una cuestión de necesidad. No sabía que iba a dedicarme a eso. Nunca se me ocurrió que podía elegir”. Nina, como dijo un músico suyo, simbiotizaba el jazz con el blues, folk, soul, el negro spiritual y música clásica. Tocaba virtuosamente el piano, tenía una voz distinta, una voz que temblaba, una voz femenina con la profundidad de un barítono, una profundidad y una oscuridad que reflejaban el interior del alma y la conmovían. Introducía los conceptos de fuga y contrapunto en el universo espontáneo y libre del jazz.
“Me apuntó con un arma, me ató y me violó”
Una de esas noches, un hombre fue a verla a un club nocturno. Era Andrew Stroud, un sargento que —en palabras del guitarrista de Nina, Al Schackman— cuando se bajaba de su auto en el barrio negro de Harlem, “todos se iban corriendo”. Nina y Andy, como lo llamaba ella, se casaron en 1961. Él dejó su carrera policial para ser su manager y convertirse en un empresario explotador de su carrera.
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Esa carrera de Nina que pegó un salto cuando tocó en el Carnegie Hall, en Nueva York. Toda su vida se había preparado para ser la primera pianista negra clásica en tocar en la sala de conciertos de Manhattan, pero se lamentó siempre —como en aquella carta que les envió a sus padres— de no haberlo hecho tocando a Bach. Sentía tanto ese vínculo con la música clásica al punto que, en sus conciertos, si alguien del público hablaba, ella decía: “No voy a seguir”. Entonces se levantaba, salía del escenario y se acababa el recital: “Yo quería que prestaran atención como en el mundo de la música clásica; pensaba que había que enseñarles. Si no escuchan, ¡al carajo!”.
Su ascenso artístico fue proporcionalmente directo a la brutal explotación de su marido y de la industria musical, coartando su libertad para la creación y para la recreación. Dijo Nina: “Lo único que hacía era trabajar, trabajar y trabajar; siempre estaba cansada; pastillas para dormir, para actuar, no podía dormir. Siempre pensaba que Andy me iba a dar un descanso, pero no me lo daba. Nunca pude retirarme porque me hizo trabajar mucho”. Su guitarrista fue explícito: la explotaban como a un caballo de carreras y la pareja se la pasaba peleando. Pero ella le tenía miedo a su marido.
Nina denunció: “Andrew me protegió de todos menos de él mismo; me envolvió como hacen las serpientes; yo trabajaba como un caballo y le tenía miedo porque me golpeaba; nunca había hablado de esto, pero me golpeaba y yo le tenía mucho miedo”.
"Hubo un par de veces, sobre el escenario, en donde de verdad me sentí libre, y eso es algo de otro mundo. Te voy a decir qué es la libertad para mí: no tener miedo. En serio, nada de miedo. Ojalá pudiera vivir así la mitad de mi vida: sin miedo”
Una noche ella había ido a una discoteca con Andrew. Un admirador se había acercado hasta Nina para darle una nota y ella la guardó en su bolsillo. “Cuando salí a la calle —siguió relatando ella— Andrew me molió a golpes, golpes fuertes, me siguió golpeando hasta llegar a casa, subiendo la escalera, en el ascensor, en mi cuarto y me apuntó con un arma. Luego me ató y me violó. Me encontró dos semanas después. Yo tenía los ojos tan mal que no veía. Y él me dijo: ‘¿Quién te golpeó así?’. Yo le respondí: ‘¡Vos!’. Y él dijo: ‘Yo no fui, hace dos semanas que te busco’. Le dije que estaba loco. Era brutal, pero yo lo amaba y supongo que creí que no iba a volver a hacerlo”.
Andrew la golpeaba en el estómago cuando estaba embarazada. Otra vez le golpeó la cabeza contra una pared de cemento. “¿Qué quiero para ella? ¡Que me tenga a mi, qué más!”, respondió él en una entrevista. “Mi padre quería que ganara todos los premios y se convirtiera en la gran estrella que él sabía que podía ser —dijo la hija de ambos, Lisa—, pero ella sentía que quería otra cosa, sentía que le faltaba un sentido”.
Civil Rights Movement
Mañana del 15 de septiembre de 1963, Birmingham, Alabama. Se está preparando la misa en la Iglesia baptista de la Calle 16. Cuatro niñas afroamericanas, una de 11 años y las otras tres de 14, son asesinadas por una bomba de dinamita colocada por el Ku Klux Klan. Una masacre. “Cuando asesinaron a esas niñas, en la Iglesia, fue el colmo: primero una se deprime, pero después se enoja; me senté y compuse esta canción. Es una canción muy emotiva y violenta porque así me siento al respecto”. Así nació “Mississippi Goddam”.
La canción tuvo matices revolucionarios para la época. En la radio y la televisión no estaba permitido maldecir: Goddamn. Los DJ se negaban a pasarla, y de las radios les devolvían las cajas con el disco de vinilo partido en dos. En 1965 Nina y su banda tocaron en la célebre marcha de Selma hasta Montgomery, Alabama, un trayecto que se extendió por 87 kilómetros. El cuerpo de agentes federales se había apostado en las terrazas de los edificios del centro con armas. El 8 de marzo de 1965 la policía reprimió brutalmente. Fue el “Bloody Sunday”. El domingo sangriento. Entre mayo y finales de agosto de 1963, hubo 1.340 manifestaciones en más de 200 ciudades de 36 estados.
“Mi mamá —contó su hija Lisa Simone— dijo que después de cantar esa canción en la marcha (Mississipi Goddam) se enfureció tanto que se le quebró la voz y, a partir de ese momento, nunca más volvió a su registro anterior de octava. Pero creo que esa ira fue la que la sostuvo; la energía, la creatividad y la pasión de esa época fue lo que la mantuvo en marcha”.
Según su guitarrista, “ella se convirtió en una leyenda del movimiento activista. En las reuniones y debates que yo veía pasar, decía estar convenida de que había que hacer algo para impulsar la revolución”.
“No me importa quedarme sin comer ni dormir mientras esté haciendo algo que me parece tan valioso como esto —decía Nina por su parte— Cuando surgió el tema de los derechos civiles, me permití manifestar lo que venía sintiendo todos esos años. Cuando era joven, aprendí a sobrevivir. Como era de una familia negra había que esforzase”.
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Agregó: “Yo elijo reflejar la época y las situaciones que estoy viviendo, para mi ese es mi deber; y en este momento crucial de nuestras vidas, cuando hay tanta desesperación, cuando cada día se trata de sobrevivir, creo que es inevitable involucrarse: los jóvenes de ambas razas lo saben y por eso participan tanto en política. Nosotros vamos a darle forma a este país o nadie lo hará nunca más. No hay alternativa: ¿cómo se puede ser artista y no reflejar la época en que uno vive? Siempre pensé que sacudía a la gente, pero ahora quiero sacudirla más y quiero hacerlo de manera fría y deliberada. Quiero sacudir tan fuerte a las personas que cuando salgan del club donde yo haya tocado estén destruidos. Quiero entrar en ese antro de gente elegante, con sus ideas viejas y toda su petulancia, y volverlos locos a todos”.
“To Be Young, Gifted and Black”
“To Be Young, Gifted and Black”, cantada por Nina Simone, se convirtió en un himno de la lucha por los derechos civiles. Estaba basada en la obra de su amiga, artista y activista Lorraine Hansberry, fallecida en enero de 1965. “Ella me enseñó mucho sobre (Karl) Marx, (Vladímir) Lenin y de filosofía”. Cuando sonaba la canción, el público se ponía de pie y se apropiaba de su origen africano sin pedir disculpas. Como aquella vez que la cantó en la “University of Massachusetts Amherst”, donde estudiaban 300 afroamericanos en una facultad de 18 mil estudiantes.
Su guitarrista opinó que Nina era “una rebelde de verdad”, Contó, entre risas, que una vez Nina se acercó al propio Luther King y lo interpeló: ‘¡Yo no soy pacifista!’. Y que King le respondió: ‘Está bien, hermana, no hace falta que lo seas’”.
“Nunca fui pacifista. Jamás. Yo opinaba que no importaban los medios para conseguir nuestros derechos. Yo solo soy una de las personas que están hartas de este orden social, hartas del orden establecido, hartas hasta la médula de todo eso. Para mí, la sociedad estadounidense no es más que un cáncer que debe ser expuesto para luego poder curarse. Yo no puedo curarlo: solo puedo exponer la enfermedad”.
4 de abril de 1968. 18:01 horas. Pasillo exterior de la habitación 306 en el Lorraine Hotel en Memphis (Tennessee). Un balazo de una Remington Gamemaster termina con la vida de Martin Luther King. Su muerte fue declarada en el St. Joseph’s Hospital a las 19.05.
“El año pasado perdimos a Lorraine Hansberry, una gran amiga y luego a (el poeta) Langston Hughes, ¿Cómo seguir? —decía ella— ¿Ven cuántos amigos hemos perdido? Lo que importa es la realidad, ¿no? No importan los espectáculos, los micrófonos, y toda esa mierda, lo que importa es otra cosa. No podemos sufrir más pérdidas, no, por Dios, nos están matando, uno por uno, no lo olviden, porque nos están matando uno por uno. Si tenés que morir que así sea, porque sabés lo que es la vida, sabés lo que es la libertad, por un instante en tu vida: ¿qué sucederá ahora que el rey del amor ha muerto?”.
Los relámpagos que no caen
Al Schackman, su guitarrista, contó que, a fines de los sesenta, notó que Nina “luchaba con sus demonios”. Eran ataques de depresión y furia. Nina escribió en su diario: “Andrew y yo hablamos de la posibilidad de que me suicidara y me dijo que no solo no sufriría, sino que se sentiría aliviado. Lo odio. Si sobrevivo tengo toda la intención de dejarlo. Las palizas, Andy, no las soporto más, destruyen todo lo que llevo adentro “.
La cantante, asfixiada, dejó el anillo de casada sobre la mesa y se fue del país. Llegó a Liberia, Afríca, un lugar fundado por los esclavos estadounidenses. Nina contó que entró al mundo que había soñado toda su vida y que era un mundo perfecto. Que era como un sueño del que había salido trabajando porque se había “deslomado tanto tiempo en esa cárcel” que ahora era libre y estaba en su lugar y no iba a volver más. Que en África todo era amplio y abierto y natural. Que vio relámpagos que no caen, sino que flotan, que surten el efecto electrizante de dejarte sin palabras.
Nina tendría que dejar África. Le habían quitado su casa de Nueva York por no pagar los impuestos. Entonces partió hacia Suiza para volver a su carrera. “En Suiza no tenía dinero; Andy nunca me dio nada. Cortó todos los lazos conmigo y me dejó con las manos vacías. Así que fui de Suiza a Paris para intentar retomar mi carrera”. Pero Paris fue su derrumbe: Nina volvía a tocar en antros por una miseria.
Le diagnosticaron un cuadro de “maníaco-depresiva y bipolar”. La empastillaron, lo cual le afectaba la habilidad motriz, la voz se le empezaba a patinar y disminuía su habilidad en el piano. “Podemos lidiar con eso o con la posibilidad de que se lastimara o lastimara a alguien”, dijeron en su entorno. Pero Nina conservaba su magia: en uno de esos conciertos empezó a tocar una canción y a cantar otra. Y esa grabación se la mostraron a Miles Davis, quien se preguntó: ‘¿Cómo hace para lograr eso?’.
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Dice su hija que cuando Nina se sentaba en el piano sus dedos volaban, que la música fue su salvación. Dijo que era una ‘fuera de serie’, que brillaba y brillaba siempre más allá de lo que le estuviera pasando. Que cuando llegó a la vejez aún lo seguía haciendo. Brilló en una época en la que no se admitía el talento de las mujeres y menos si eran negras.
Nina recibió 15 nominaciones a los Premio Grammy y le otorgaron el Grame Hall Of Fame en 2000. El 19 de abril de 2003, dos días antes de morir, le dieron un diploma honorario en el Instituto Curtis, la Academia en Filadelfia que la rechazó por ser negra cuando tenía 19 años.
DM
Fuentes de las entrevistas: documental “What happened, Miss Simone?”, emitido por Neftix.