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El 155 es una norma de excepción para circunstancias precisas y tiempo limitado Banderas de las comunidades autónomas.
La campaña para las elecciones previstas el próximo 28 de abril ha arrancado con el cuestionamiento, por parte de algunas fuerzas políticas, del sistema autonómico establecido por la Constitución de 1978. Ha sido desencadenado por la pretensión secesionista de imponer su programa por vías de hecho e inmediatamente replicada desde la lógica simétrica por los partidos estatales que recelan de la vigente organización territorial y proponen la recentralización. Para estos, el sistema autonómico es resultado de una cesión inicial a los nacionalismos peninsulares, consentida indebidamente por los líderes de la Transición y constantemente agravada desde entonces.
La vía que han encontrado los partidarios de la recentralización para hacer compatible su programa con una Constitución que establece el modelo autonómico se apoya en la existencia de un precepto (el artículo 155) que pertenece al ámbito de las normas de excepción. En su opinión, bastaría aplicar el artículo 155 de manera indefinida para que, sin vulnerar la Constitución, España recuperase las esencias de una nación en el interior de un Estado centralizado. Sin embargo, conviene llamar a las cosas por su nombre, por inquietantes que resulten las reminiscencias que evocan: la realidad de lo que este programa sugiere es un estado de excepción permanente en materia autonómica, a fin de que el Ejecutivo central pueda reformular por vías administrativas el reparto territorial del poder político que rige en la España democrática.
El constitucionalismo invocado por las fuerzas políticas que defienden la recentralización frente a sus rivales no se define, así, por la disposición a asumir la totalidad de la Constitución, incluyendo los artículos que establecen el sistema autonómico. Antes, por el contrario, lo que lo caracteriza es el intento de convertir en medida ordinaria de Gobierno una norma de excepción por la que algunas de esas disposiciones pueden ser suspendidas en circunstancias precisas y por tiempo limitado. El argumento de que la aplicación permanente de una norma de excepción sería legítima desde el momento en que busca garantizar principios constitucionales, como la igualdad de todos los ciudadanos en el conjunto del país, tanto en deberes como en derechos y libertades, olvida que su simple afirmación implica inevitablemente su negación: mientras unas autonomías sigan vigentes en tanto otras se encuentran suspendidas a perpetuidad, los ciudadanos de unos territorios estarán siendo discriminados frente a los de los demás.
Obedece sin duda al interés de las fuerzas independentistas acabar con el sistema autonómico, en la medida en que representa un freno a unas creencias que sacrifican la condición de ciudadano a la de creyente en un mito nacional de reverencia obligatoria. Por el contrario, no responde a interés alguno oponerse al programa de la secesión coincidiendo con él en la deslegitimación del sistema autonómico, y menos recurriendo a una norma de excepción aplicada de forma permanente. Desde luego, no responde a un interés político, puesto que sería tanto como fragilizar las instituciones que han ofrecido al país el más largo periodo de libertades civiles de su historia justo cuando están siendo objeto de un injusto ataque. Pero tampoco responde a ningún interés por el bienestar de los ciudadanos, puesto que es el sistema autonómico, más que cualquiera de los regímenes centralistas del pasado, el que ha ofrecido a los sucesivos Gobiernos el instrumento de redistribución más eficaz para que España abandonase los indicadores internacionales del subdesarrollo donde lo postró la dictadura, alcanzando las actuales cotas de progreso.
Que el sistema autonómico ha sido objeto de abusos es una realidad. Pero también es una realidad que, pese a ellos, ha seguido cumpliendo su función. Ante ambas realidades autonómicas, la respuesta congruente es proteger el sistema, no perpetrar abusos nuevos.
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