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35 diputados euroescépticos reclaman en una carta a Jeremy Corbyn "un esfuerzo extra" para que haya acuerdo Ampliar foto El líder del Partido Laborista, Jeremy Corbyn, a la salida este jueves de su domicilio en Londres TOLGA AKMEN AFP
El Brexit ha fracturado todas las instituciones políticas del Reino Unido, pero hasta ahora solo eran visibles las grietas en el Partido Conservador. El inicio de las conversaciones entre Theresa May y Jeremy Corbyn, para intentar evitar una salida salvaje de la UE el 12 de abril, ha sacado a la luz la división de la izquierda británica. A las presiones de un sector, que reclama al líder laborista que condicione la negociación a que haya un segundo referéndum, se enfrentaron este jueves 35 diputados de circunscripciones euroescépticas. En una carta le han pedido “un esfuerzo extra para alcanzar un acuerdo” con el Gobierno.
Theresa May combinó en el seno de su Gobierno a euroescépticos y moderados en busca de un equilibrio imposible, que acabó estallando. Jeremy Corbyn acudió el miércoles a la reunión con la primera ministra acompañado de Keir Starmer, el diputado que le obligó el pasado septiembre, en el congreso de Liverpool, a aceptar el trágala de un segundo referéndum en la estrategia oficial del partido. Ni May ni Corbyn, dos euroescépticos de corazón que hicieron campaña a desgana a favor de la permanencia en la consulta de 2016, han sido capaces de mantener la unidad o la disciplina de voto en sus respectivos partidos.
A la salida del encuentro, una primera toma de contacto de la que nadie esperaba avances, Corbyn aseguró que no había percibido un cambio de actitud en May. Y expuso las exigencias del laborismo que había llevado a la mesa de negociación: permanecer en la unión aduanera de la UE; alineamiento con las reglas del Mercado Interior para no perder el acceso; y equiparación de las leyes británicas a las comunitarias en materia laboral, medioambiental o de protección de los consumidores.
Sobre el referéndum, dijo, se había limitado a plantearlo como “opción para evitar un mal acuerdo o un Brexit salvaje”.
Veinticuatro horas después, cuando Starmer ha asumido en solitario las negociaciones técnicas, el criterio era otro. “Sí, hablaremos también de la necesidad de un referéndum confirmatorio de lo que se pueda acordar”, ha respondido a los periodistas que esperaban su llegada al edificio gubernamental donde se reunió con David Lidington, el jefe de Gabinete y hombre de máxima confianza de May.
El Gobierno en la sombra laborista —así se denomina en el Reino Unido al núcleo directivo del partido de la oposición, en el que cada portavoz es el espejo del ministro correspondiente— se halla profundamente dividido entre los partidarios de devolver la palabra a la ciudadanía y los que desean que se respete el resultado del referéndum de 2016. La chispa saltó el miércoles por la noche, cuando la ministra en la sombra de Exteriores, Emily Thornberry, se saltó las reglas de discreción del partido, y envió a todos los diputados una carta en la que reclamaba el segundo referéndum que el laborismo había prometido. “Cualquier acuerdo aprobado por el Parlamento deberá estar condicionado a una votación pública confirmatoria, y sí, la otra opción de la papeleta debe ser la de permanecer en la UE”, escribía Thornberry, para la irritación del equipo de Corbyn. No está sola. Son mayoría los diputados laboristas que la respaldan. Y quizá más importante, está del mismo lado que los principales sindicatos, cuyo peso en la formación de izquierdas sigue siendo extraordinario. “La ciudadanía debe poder pronunciarse sobre cualquier posible acuerdo, no podemos permitir que el futuro del Reino Unido se estrelle en las rocas de un Brexit salvaje”, decía Dave Prentis, el secretario general de UNISON, la central mayoritaria en el país.
Pero Corbyn tiene sus aliados —resulta dudoso en este caso hablar de presiones—en el partido. Un grupo de 35 diputados pertenecientes a circunscripciones donde se votó mayoritariamente a favor del Brexit en 2016 le remitían este jueves una carta en la que le exigían que descartara una nueva consulta y le pedían un “esfuerzo extra” en sus negociaciones con May. “Estas conversaciones representan una oportunidad real para que tú, en nombre del movimiento laborista, asegures objetivos vitales para la clase trabajadora”, le han dicho. “Un segundo referéndum sería explotado por la derecha extrema, socavaría la confianza de nuestros votantes laboristas tradicionales y reduciría nuestras posibilidades de ganar en unas elecciones generales”, advertían en su texto.
Los detractores de Corbyn le acusan de haber renqueado en su compromiso de respaldar una nueva consulta, a base de presentarlo siempre como la última alternativa, por si fracasaban las múltiples opciones que ha defendido antes: forzar unas elecciones generales o imponer un Brexit suave, en beneficio de los trabajadores. Corbyn, le echan en cara, ha dejado pasar el tiempo con la intención oculta de que el referéndum se hiciera imposible. Este mismo jueves, el ministro para el Brexit, Stephen Barclay, recordaba a los diputados que, sumados “la legislación necesaria para aprobar la nueva consulta, los conflictos que surjan en la Comisión Electoral, y el plazo necesario para hacer campaña”, devolver la voz a los británicos requeriría al menos un año extra.
Rafa de Miguel
Cuando una combinación de jóvenes hartos del sistema y de votantes tradicionales desencantados de la “era Blair” dieron la sorpresa en 2015 y eligieron como líder del laborismo al viejo izquierdista, Jeremy Corbyn (Chippenham, Reino Unido, 69 años), la “cuestión europea” no tuvo la menor relevancia. Cuatro años después, el dilema del Brexit puede ser el único asunto por el que la Historia juzgue si acertó o fracasó en su liderazgo.
Como su mentor, Tony Benn, que dio nombre en la década de los 70 a la corriente interna del “bennismo”, Corbyn es un euroescéptico de corazón que votó en contra en el referéndum de entrada del Reino Unido en la CEE en 1975. Se opuso al giro proeuropeo de Tony Blair en la siguiente década. Condenó la creación de la Unión Europea en 1993, “una Europa de los banqueros que pondría en peligro la causa del socialismo”. Y junto a otros 10 diputados —entre ellos, su actual número dos, John McDonnell—, rompió la disciplina de partido para votar en contra de la ratificación del Tratado de Lisboa en 2008.
A diferencia de Tony Benn, quien veía en Bruselas el demonio a combatir, Corbyn solo da muestras de desdén cuando se trata de la UE. Sus causas históricas han sido la denuncia del imperialismo estadounidense en Latinoamérica, del apartheid en Suráfrica, o de las agresiones israelíes contra el pueblo palestino.
Cuando llegó el momento de tomar posición, en el referéndum del Brexit de 2016, hizo una tibia defensa de la UE en la que insistía más en su necesaria reforma que en sus bondades intrínsecas. “No soy un gran fan de la Unión Europea”, llegó a admitir en una entrevista para Channel 4. Fue un regalo para los euroescépticos, que rescataron como eslóganes todas las frases contra Bruselas que Corbyn había pronunciado a lo largo de su carrera política.
Corbyn abrazó de inmediato el resultado de la consulta, e impuso entre sus diputados la disciplina de voto para que respaldaran la invocación del artículo 50 del Tratado de Lisboa, el mecanismo con el que Theresa May puso en marcha la cuenta atrás del reloj. En las elecciones generales que la primera ministra forzó en 2017, el Partido Laborista se presentó con un programa que pretendía suavizar la salida de la UE, pero que ya no la cuestionaba.
Solo a regañadientes, Corbyn ha aceptado, al menos en los documentos oficiales, el reclamo de una segunda consulta que desean la mayoría de afiliados y votantes. No se le ha visto, a diferencia del alcalde laborista de Londres, Sadiq Khan, en ninguna de las dos manifestaciones masivas a favor de un segundo referéndum. Para el líder laborista, el Brexit era tan solo la oportunidad de ver cómo se hundía el Partido Conservador.