Me sorprendió, en Tel Aviv, un cartel que indicaba la ruta de escape en caso de tsunami. No creía tener la suficiente velocidad ni presencia de ánimo como para prestarle atención si una ola gigante se me presentara repentinamente. En cualquier caso me alejé del mar. No había andado una hora de caminata, cuando recordé que era precisamente en la orilla y una esquina donde debía coincidir con un grupo de traductores. Ahora no recordaba dónde estaba la intersección. Milagrosamente encontré a dos hombres hablando en español. Les pregunté si conocían la calle. Los milagros parecían no interrumpirse (de hecho, ni siquiera se había desatado un tsunami): tú eres mi primo, dijo el más alto de los dos hispano parlantes. Se refería a mí. Efectivamente, llevaba un apellido notoriamente parecido al mío, pero a una consonante de distancia. Yo podía anticipar la explicación: a sus abuelos o bisabuelos, al llegar a América, los habían registrado en Migraciones con esa leve diferencia. No me defraudó. ¿Qué podíamos hacer ahora que éramos primos?.
¿Qué harías tú en caso de tsunami?- le pregunté a mi primo.
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Se encogió de hombros. Eso valía mas que cualquier prueba de ADN: éramos parientes. Sabiendo que compartíamos los genes, le di a entender con un gesto que no teníamos nada de qué hablar, y seguí mi camino. Su natural aceptación de nuestro completo extrañamiento también era un rasgo familiar. Pero tuvo la deferencia de explicarme por dónde debía llegar a mi compromiso. Les conté a los traductores la coincidencia de la que venía, y alguno me respondió que en Israel aquella clase de encuentros era menos inusual de lo que me parecía. Pero otro se sintió inclinado a contarme una historia relacionada.
“Hace una decena de años, de viaje por Irlanda, por un trabajo mezclado con estudio universitario, uno de los adjuntos de cátedra reparó en mi apellido, Block; y siguiendo una línea genealógica me demostró que éramos primos. Quedé tan sorprendido que no supe qué hacer. Lo invité a tomar un whisky y arreglamos que pronto visitaría su casa. El whisky era realmente notable, pero la conversación no arrancaba. Él parecía especialmente interesado en mi familia, y en que todos viajáramos a conocer Irlanda, o ellos venir a Israel. Mi nuevo primo tenía esposa y dos hijos. Por entonces yo era soltero, y mis padres vivían en Raanana.
Que viajáramos todos a Irlanda era tan improbable como visitar la Luna. Terminé mi pasantía de un año en Irlanda, lo vi obligadamente dos o tres veces, siempre sin saber de qué hablar, y finalmente regresé a mi casa en Herzlía. Al año vino a Israel. Sin la familia. La esposa no había querido viajar; pero él quería conocer a sus primos y tíos. Lo recibimos en casa de mis padres. El silencio era agobiante. No teníamos nada en común. Tratamos de armar el árbol genealógico, pero igual hubiera sido remontarnos al Arca de Noé: las fotos y documentos que nos trajo no representaban nada especialmente conmovedor para nosotros. Por un momento nos sentimos desalmados, ¿estábamos dándole la espalda a un profundo pasado familiar?. Cuando un par de años después murió mi padre, mi primo de Irlanda vino a acompañarme en los siete días de duelo. La verdad es que yo me sentía un poco incómodo. De mis pocos parientes, con quienes yo había compartido mi vida, se acercaron uno o dos; pero mi sensación era que yo debía ocuparme más de mi primo irlandés, que lo que él me estaba acompañando. Cuando terminó el duelo, y regresó a Dublín, me sentí aliviado. Me casé y se enteró de mi boda, me felicitó con obvias intenciones de concurrir; padecí una terrible culpa por no invitarlo.
En rigor, mi esposa, ahora ex esposa, se molestó conmigo porque durante algunos momentos mi crispación se evidenciaba y ella creía que eran dudas sobre la boda. Temí que mi primo de Irlanda se apareciera aunque no lo invitara. Pero afortunadamente tan sólo se ofendió. Noté su enojo porque interrumpió la catarata de mails con la que habitualmente me regalaba. Pero cuando cumplió diez años de casado nos envió la invitación como si nunca nos hubiéramos distanciado. La invitación, no el pasaje ni el alojamiento. Ni siquiera contesté con una negativa: simplemente no respondí. Mi esposa sugirió que pidiéramos un préstamo y viajáramos al décimo aniversario de nuestros primos irlandeses. Le respondí que aún cuando me hubieran pagado el pasaje y el alojamiento, me lo pensaría un buen rato antes de dedicar mi tiempo a ese festejo; pero que sin pasaje ni estadía, la invitación apenas si era simbólica.
Mi esposa replicó que nunca salíamos, que no veíamos gente, que yo era un quedado y, dejó entrever, un fracasado que no podía viajar en un país donde casi todos nuestros conocidos viajaban al menos una vez por año. Paradójicamente, esa réplica motivó un viaje: armé mis bártulos y emprendí una travesía mucho más modesta: nos separamos y me vine a vivir a Tel Aviv”.
“Lo siguiente que supe de mi primo de Irlanda fue que estaba muy enfermo. Me pedía si podía visitarlo en su lecho de hospital. No tuve los redaños como para negarme. Fue uno de los viajes más insólitos que he realizado en mi vida. Llegué a Dublín, ya lo habían internado en su casa, pero necesitaba una transfusión de sangre, y ofrecí la mía. Para reponerme de la transfusión fui a por una sopa de mariscos que se suponía era la mejor de la zona. La camarera se interesó por mi acento y me preguntó qué hacía allí. Le dije que había venido a darle mi sangre a mi primo. Algo de mi relato la enterneció, porque aceptó salir a pasear conmigo aquella misma noche. Dos días después, le dije a mi primo que me quedaría una semana más, en el mismo hotel donde me había alojado por sólo tres días. Mi primo me pidió que lo visitara, tenía algo que decirme.
En su casa, ya bastante repuesto, rodeado de su esposa e hijos, me reveló con tono solemne que no éramos primos. La sangre había sido analizada: no teníamos nada en común. Nuestros ancestros no hacían intersección en ningún punto. Nunca habíamos sido siquiera cercanos. Pero… ahora él tenía mi sangre en sus venas. ¿Podía hacerle el favor de quedarme a cenar con él y su familia? Respondí afirmativamente, siempre y cuando me permitieran invitar a la camarera. Desde entonces, viajo regularmente a Irlanda”.