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La discusión sobre programas alternativos es necesaria en democracia Los cuatro candidatos a la presidencia del Gobierno antes del debate celebrado en junio de 2016. Mariscal (EFE)
El comité de campaña del Partido Socialista ha descartado prácticamente la celebración de un cara a cara entre su candidato a la presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez, y el del Partido Popular, Pablo Casado. Casi a la misma hora en que los socialistas hacían pública su negativa, el líder popular realizaba unas declaraciones impropias de un representante electo, y aspirante a una de las más altas magistraturas del Estado, acusando a Pedro Sánchez de preferir “manos manchadas de sangre a manos pintadas de blanco”.
El hecho de que un candidato electoral se pierda el respeto a sí mismo intentando perdérselo a un adversario, y de paso, a todos y cada uno de los ciudadanos a la espera de argumentos para decidir su voto, no es óbice para que nadie deje de cumplir con los usos requeridos en democracia, en particular la celebración de debates para contrastar programas alternativos. Incluso en el supuesto de que algunos de los líderes que se proponen dirigir el Ejecutivo confundan la crítica racional y fundada en hechos contrastados con la visceralidad más incivil, y de que sólo parezcan esperar de una eventual confrontación televisiva con los rivales una audiencia multiplicada desde la que exhibir su retórica pendenciera y agitar la crispación con la aspiran a movilizar a los ciudadanos, degradándose y degradándolos.
El formato de los debates puede ser objeto de discusión, en ningún caso el principio de que es un derecho de los ciudadanos. Un derecho que, sin duda, se vulnera cuando se les obliga a acudir a las urnas sin otros criterios que los que hayan podido formarse a partir de mensajes que los partidos emiten en paralelo, y cuando la campaña se convierte en simple excusa para llevar al extremo una propaganda que no distingue entre la verdad y la mentira, ni entre el argumento y el insulto. Pero un derecho del que también se ven privados cuando lo que se les ofrece como debate es espectáculo grosero en lugar de intercambio racional sobre la viabilidad de los programas.
Al igual que en las dos últimas elecciones generales celebradas en España, la encrucijada a la que se enfrentan tanto la Junta Electoral Central como los partidos es qué criterio seguir para la organización de los debates y la determinación de los participantes, en el supuesto que las fuerzas políticas cumplieran con su deber y los aceptaran. Hasta la irrupción de nuevos partidos como Podemos y Ciudadanos, el criterio utilizado tomaba en consideración los resultados obtenidos en procesos electorales anteriores, no los pronósticos anticipados por las encuestas. Es cierto que este criterio impidió advertir las transformaciones emergentes del panorama electoral, pero, en contrapartida, limitó la posibilidad de utilizar de forma espuria los estados de opinión para intentar influir en los resultados. La experiencia acumulada, dentro y fuera de España, exigiría una respuesta específica y sosegada a este dilema, no la estéril espiral por la que la crispación cierra las puertas a los debates, y la ausencia de debates se las abre a la crispación.
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