La visita de Pedro Sánchez a Cuba, realizada en el marco del Acuerdo de Diálogo Político y Cooperación que la UE tiene con la isla, es probablemente uno de los viajes más importantes que el presidente de Gobierno va a realizar durante su mandato. Las relaciones con La Habana resultan de una especial trascendencia no solo en el aspecto bilateral sino también por cuanto son indicadores del papel que juega nuestro país en la acción de política exterior de la Unión Europea. No se trata únicamente de subrayar una evidente relación histórica, ni de defender intereses económicos presentes y futuros. También consiste en proponer un rumbo que puede tener efectos en Bruselas e incluso en la misma evolución política en el interior de la isla.
Precisamente por esto, en esta visita cobran especial importancia todos los gestos. La Cuba que encuentra el presidente del Gobierno en algunos aspectos es muy diferente de la que vio Felipe González, protagonista de la última visita oficial de un jefe de Gobierno español a La Habana en 1986. El régimen cubano ha sobrevivido tanto a la caída del muro de Berlín como a la desaparición del líder de la revolución, Fidel Castro. Por su parte, Sánchez preside el Ejecutivo de un país ahora plenamente integrado en Europa, que durante la presidencia de José María Aznar impulsó una durísima política de sanciones contra la isla arrastrando en sus tesis a la UE, y que durante la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero lideró un cambio de actitud europeo, más dialogante, hacia el régimen cubano. Ciertamente España ha perdido una parte importante de esa influencia en la UE. En los últimos años, durante el Gobierno de Mariano Rajoy, las diplomacias de otros países vecinos han estado más rápidas en el mantenimiento de lazos con La Habana. Mientras, Madrid seguía anclado en un trasnochado discurso centrado en la retórica de los lazos históricos comunes.
La llegada de Sánchez a La Habana —donde además por primera vez desde 1959 no es un Castro quien preside el país— constituye pues una excepcional oportunidad de iniciar una nueva andadura en un país prioritario para España. La importante presencia económica en la isla —España es, con la excepción de China y Venezuela que tienen acuerdos especiales, el principal socio comercial de Cuba— no constituye solo un sector de intereses españoles que debe ser defendido, sino un inmejorable instrumento de influencia política.
En este contexto, Sánchez ha decidido no reunirse con representantes de la disidencia pero sí que se verá con representantes de la sociedad civil. Con esta actitud el presidente del Gobierno sigue exactamente los mismos pasos de otros mandatarios, como por ejemplo el presidente francés François Hollande, los papas Francisco y Benedicto XVI o los exministros españoles de Asuntos Exteriores José Manuel García Margallo y Alfonso Dastis. En cualquier caso, no puede quedar duda del compromiso de España con la democratización de Cuba. La isla se encuentra inmersa en un crucial proceso de reforma constitucional que culminará con un referéndum el próximo 24 de febrero. El texto que se propone refleja importantes avances en términos de propiedad privada, limitación de mandatos y derechos de libertad sexual. Pero siguen faltando reconocimientos fundamentales a la libertad de expresión, reunión y asociación. Y ahí España sí puede jugar un papel influyente y constructivo.