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Acudir al decreto ley para seguir gobernando tiene que ser justificado El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ayer durante un acto en Madrid. Chema Moya (EFE)
Todos los Gobiernos, de cualquier color político, se han servido del decreto ley para materializar sus iniciativas, ya fuera porque no iban a contar con un claro respaldo, porque pretendían aplicarlas de forma inmediata, o para sortear cualquier debate que pudiera limitar su alcance. Se ha utilizado, también, para posicionarse mejor ante próximas competiciones electorales. La Constitución establece que el decreto ley solo puede aplicarse en casos de “extraordinaria y urgente necesidad”. Si los gobernantes se hubieran atenido estrictamente al espíritu de esta indicación, no se hubiera acudido con tanta frecuencia a un procedimiento pensado para situaciones poco habituales. Entre 1979 y 2015, el 29% de la legislación lo fue por decreto ley, y entre 2008 y 2015, superó el 40%. No se ha utilizado para dar respuesta inmediata a situaciones excepcionales —aunque haya servido a veces para enfrentarse a situaciones de emergencia—, sino para hacer políticas que cada partido entendía como de “extraordinaria y urgente necesidad”. Servirse del decreto ley para poner en marcha una serie de medidas no supone violar la legalidad, pero para obtener legitimidad resulta imprescindible que el Gobierno fundamente las razones que lo empujan a hacerlo.
La oposición ha reaccionado de manera airada al anuncio que ha hecho el PSOE de seguir gobernando hasta el último Consejo de Ministros anterior a la cita electoral del 28 de abril. El líder del PP, Pablo Casado, lo ha acusado de meter la mano en los “bolsillos de los españoles” y quiere llevar el uso que haga ahora el presidente Sánchez del decreto ley a la Junta Electoral; Albert Rivera, de Ciudadanos, ha manifestado que está en contra de cualquier decretazo, y la presidenta del Congreso, Ana Pastor, ha acusado al PSOE de ir dopado a unas elecciones. La virulenta reacción al acaso poco afortunado anuncio del PSOE de lo que ha llamado viernes sociales —de clara impronta electoralista— parece dar por sentado que la política española discurre hoy por los rieles de la más impecable cordura institucional, lo que lamentablemente no es el caso. Desde las elecciones de diciembre de 2015 todo tiende más bien a lo excepcional. Se tuvo que volver a las urnas ante la imposibilidad de llegar a acuerdos, hubo un Gobierno en funciones durante un año, más adelante fue una moción de censura la que propició la llegada de un nuevo partido al poder, que habría de observar enseguida cómo la oposición bloqueaba a través de la Mesa del Congreso una y otra vez sus iniciativas parlamentarias. Pastor, por ejemplo, consideró razonable la ampliación hasta 60 veces de los plazos de presentación de enmiendas a un mismo proyecto de ley.
No corren buenos tiempos para las instituciones democráticas, horadadas en todas partes por el ascenso de los populismos y por el toque mágico de sus líderes redentores. El propio escenario que se dibuja en España ante la próxima cita electoral revela una honda fragmentación que se traduce en una polarización creciente. En esas circunstancias, gobernar puede ser una quimera y el decreto ley cobra protagonismo, pese a que todo el mundo pregona que esa peligrosa deriva debe llegar cuanto antes a su fin. Mientras tanto, al Gobierno no le queda otra que fundamentar cada uno de sus pasos, y a la oposición, criticarlos. Pero ni uno ni otra deberían caer en una teatralización ampulosa y vacía que termina reduciendo la política a una burda pelea de gallos.
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