"); } "); } else document.write("
");
La decisión de Ciudadanos conduce a la polarización e inestabilidad del sistema El presidente de Ciudadanos, Albert Rivera. Joan Sanchez EL PAÍS
La decisión de rechazar cualquier pacto poselectoral con el PSOE, adoptada por la dirección de Ciudadanos, desborda los límites de la estrategia de un partido y apunta hacia el derrotero de extremismo por el que puede adentrarse la política española. El proyecto de hacerse con el electorado del Partido Popular dirige los pasos de Albert Rivera hasta el punto de hacerle ignorar las consecuencias adversas sobre el que ha sido el suyo, así como sobre la estabilidad del conjunto del sistema. Un partido que acepta gobernar con una fuerza de ultraderecha, con la que además convoca manifestaciones para conseguir objetivos que debería perseguir en el Parlamento, no tiene fácil explicar el rechazo a negociar con otra fuerza del ámbito constitucional. Sobre todo cuando no hace tanto suscribió con ella un frustrado acuerdo de legislatura en el que se contemplaban medidas que rechaza ahora.
Nada salvo un arriesgado cálculo electoral obligaba a que Rivera anunciase en estos momentos lo que se dispone a hacer al concluir una campaña que todavía no ha comenzado oficialmente. Ni tampoco a que su pronunciamiento fuera en el sentido de favorecer, más que de conjurar, un nuevo riesgo de parálisis política, como el que ha marcado la actual legislatura. La mayor fragilidad de esta estrategia antes de tiempo reside, con todo, en que deja a Rivera a merced del líder del Partido Popular, Pablo Casado. Determinado a correr detrás de él como tras una sombra, Rivera se condena a llegar en la radicalización tan lejos como llegue Casado, con el agravante de que este imagina que la mejor forma de evitar que Vox le reste apoyos es mimetizándose con su retórica incendiaria y con las desmesuras dudosamente constitucionales de su programa. Rivera aseguró en su día que saltaba desde la política catalana a la estatal para aportar moderación y regeneración democrática, primero desde posiciones socialdemócratas, luego liberales y ahora ultramontanas. Al segundo de esos compromisos faltó cuando mantuvo su apoyo al Gobierno de un partido condenado en firme por corrupción. En cuanto a la moderación, Rivera parece dispuesto a desmentir cualquier esperanza de que haga después de las elecciones lo contrario de lo que ha venido haciendo en los últimos tiempos.
Casado y Rivera fingen rivalizar sobre quién habla con mayor claridad acerca de la situación de España cuando, en realidad, solo compiten en ver quién demuestra menos escrúpulos en descalificar a sus adversarios y en despertar los peores reflejos de una sociedad desgarrada por la crisis económica, soliviantada por el nihilismo de los independentistas y perpleja ante la ausencia de liderazgo. No es seguro que dividiendo a los ciudadanos en dos bloques irreductibles, Casado y Rivera logren una alianza que les permita alcanzar el poder después del 28 de abril, ni siquiera contando con la ultraderecha que sus respectivas estrategias están cebando. Sí es cierto, por el contrario, que uno por otro, y siempre contando con la colaboración indirecta de los independentistas, ambos están contribuyendo a trivializar el abismo.
Casado no reitera las comparaciones entre la situación actual y la salida de la dictadura o los años del plomo del terrorismo por la ignorancia de no haberlos vivido, sino por haber abrazado una actitud de todo vale que los líderes de la Transición consiguieron derrotar, al mismo tiempo que al búnker franquista y a los pistoleros de ETA. Rivera no parece preguntarse siquiera por su papel, sino que deja que se lo escriba Casado, y se atiene dócilmente a él.
Puedes seguir EL PAÍS Opinión en Facebook, Twitter o suscribirte aquí a la Newsletter.