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El fiasco del Brexit le quita credibilidad para negociar un pacto de futuro con la UE Manifestación contra el Brexit en Londres. ISABEL INFANTES AFP
La primera ministra británica, Theresa May, está amortizada. Debe irse cuanto antes. La dirigente conservadora ha logrado el increíble récord de concitar en su contra a todos los actores de la política doméstica. Sucesivos ministros de su Gobierno han plantado su marcha, y entre los que quedan menudean las posiciones insurgentes. Numerosos dirigentes de su partido la desprecian y desacreditan, llegando a compararla con el apaciguador Chamberlain, frente al resistente Churchill. Los eurohostiles se mofan y la traicionan; los eurófilos la ignoran. Y casi todos votan contra sus propuestas.
Sus aliados parlamentarios del partido unionista norirlandés desconfían de ella, y le exigen, semana sí, semana también, juramentos, prendas y actos de sumisión. Ni un solo líder en la fragmentada y desnortada oposición laborista quiere mezclarse con May, y no porque ella misma no lo haya intentado, ni se le haya pasado por la cabeza. Y hasta el líder de la Cámara la humilla cuanto puede en defensa de los derechos del parlamentarismo, que May ha tratado repetidamente de pisotear. Nadie está seguro, siquiera, de que su testarudez en defender un Brexit personalísimo que a nadie convence ni satisface, no sea un desesperado intento para afirmar su autoestima, a la búsqueda de un lugar en la historia de la (presunta) firmeza.
Todo ello es gravísimo para los intereses de los ciudadanos británicos. Pero no constituye el motivo principal que recomienda su abandono. Ello es que su país ha quedado reducido a cero en la diplomacia europea (y, por ende, mundial), por culpa de sus pésimas prestaciones. Y que únicamente podrá recuperar un puesto a la altura de su prestancia histórica prescindiendo de sus servicios. Dicho de manera prospectiva. Con la acumulación de reiterados fracasos, trampas, engaños, maniobras de torpe alcance, soberbios ultimatums y chantajes que ha desplegado, ¿alguien puede creer que, incluso si la dirigencia británica alcanza en los próximos días un pacto interno sobre el Brexit, está Theresa May en condiciones de activarlo de forma convincente? ¿Sospecha alguien que pueda ser una interlocutora válida para negociar un acuerdo de relación futura con la UE, con sus actuales socios comunitarios? Su patético desempeño en la última sesión del Consejo Europeo, en la que fue incapaz de balbucear respuesta concreta alguna a sus pares, supone el punto final a la presunción de credibilidad de que dispone todo primer ministro en ejercicio.
El punto es final, porque los hubo previos: su intento de renegociar el acuerdo de retirada en el que se había comprometido con su firma; su incapacidad de orquestar mayorías en Westminster; el abismo entre la dureza de su implacable retórica y su incapacidad práctica de abanderar soluciones flexibles.
May debe irse, tanto si esta semana la Cámara diese el apoyo (que pocos esperan) a su Brexit, en tercera votación, como, aún más, si lo vuelve a tumbar. En ambos casos, el derrumbe de su credibilidad no tiene remedio. Pero debe irse en buena hora en forma más digna de aquella con la que ejerció su mando, asegurando que enseguida llega algo mejor: un sustituto, una política, una luz, aunque sea lejana, para el oscuro túnel del Brexit.
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