Fui a ver En sus propias palabras, la película de Tom Volf sobre Maria Callas, con cierta aprensión. No por Callas, que me gusta mucho, sino por el género de las películas sobre gente famosa, que por lo general descansan con oportunismo o pereza en los laureles o en el carácter mítico de sus personajes.
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Pero esta película me atrapó del principio al fin, y seguramente no sólo por la fascinación que ejerce Maria Callas sino también por el ritmo y la forma de la realización de Volf, basada principalmente en grabaciones, imágenes y entrevistas de archivo, además de la creíble voz en off de Fanny Ardant haciendo de Callas.
Para explicar la forma o, mejor dicho, la sensación que me produjo la película, podría emplear una figura emparentada con el universo de Callas: la idea de un friso griego, en el que todas las figuras se suceden dentro de una misma banda, con una altura similar. El personaje es intensísimo, pero la película es serena, en cierta forma reservada. En un momento alguien le pregunta a Callas por su pasatiempo favorito: “Pegar en un cuaderno recetas de cocina que nunca prepararé”, responde ella.
El friso tiene un continuo que es la belleza del rostro de Callas. Más joven, más vieja, dando una entrevista para la televisión, en medio de una banquete o cantando Casta Diva, siempre subyuga. Su prominente nariz parece esculpida por un artesano genial para lograr voluptuosidad y la irregularidad perfecta.
Esa belleza es un misterio. “Dos años antes de que la delgadez extrema estuviese de moda -escribe Peter Conrad en un ensayo titulado La diosa negra-, Maria Callas debilitaba su propio cuerpo. Pasaba hambre para esculpir el físico que necesitaba en sus personajes, pero en vista de la expresividad, no de la elegancia. Creía que una cara adiposa no podía expresar la tensión, la crueldad o la cólera. Para manifestar esos sentimientos necesitaba un mentón; y como la fuerza del drama musical reside en las contracciones y las vibraciones de la garganta, necesitaba además un cuello esbelto y bien perfilado. Los sabelotodos afirmaban que la dieta drástica había debilitado su voz. Si así fue, se trató de uno de los tantos riesgos mortales que la cantante afrontó, y ella no lo lamentó: ‘Debo afrontar riesgos -dijo cierta vez-, aunque ello signifique el desastre y el fin de mi carrera’”.
La película de Volf tiene un raro efecto de verdad, acaso por la fuerza de los primeros planos que sólo el cine puede dar. Aun cuando sepamos que está diciendo una cosa por otra, que los motivos por los que canceló tal o cual función en la Opera de Roma o los de su pelea con Rudolf Bing (el director del Metropolitan) no son los que ella declara, no podemos no estar de su lado. Más allá del frondoso anecdotario de desplantes, ella parecía consumida por la trágica seriedad de su arte. En 1957 canceló toda su temporada en San Francisco por “postración nerviosa”.
Conoció el amor cuando se sacó de encima a Giovanni Meneghini, un acaudalado industrial italiano veintisiete años mayor, y se entregó a un romance con Onassis. En la película, Ardant hace una lectura extraordinaria de una carta amorosa que Callas dirige al magnate griego, diciéndole que es completamente suya y que puede hacer con ella lo que quiera. Suena sincera, y a la vez tiene el pathos que le imprimieron a su vida sus propios personajes. Porque nadie los encarnó tan intensamente como ella. La ópera puede ser una tontería, pensaba Callas, pero también puede ser algo muy serio.
Su irrupción en la historia de la lírica tiene un poderoso efecto de destino: una artista griega (ella nació en Nueva York en 1923, de padres griegos, y a los 13 se radicó en Grecia con su madre) fue llevada a modificar radicalmente las convenciones de la ópera, el género que había nacido a comienzos del siglo XVII con la pretensión de actualizar la tragedia griega. Y “destino” es justamente la palabra que ella más pronuncia en la película.