Visitantes en la muestra de Sorolla en Londres observan 'La vuelta de la pesca' (1894), a la derecha, y 'Encajonando pasas' (1901). FACUNDO ARRIZABALAGA (EFE)
“Cuando se entra en el estudio de Joaquín Sorolla parece que se sale a la playa y al cielo; no es una puerta que se cierra con nosotros, es una puerta que se abre al mediodía”. La misma sensación que tenía Juan Ramón Jiménez, que posó para el artista, se tiene ahora al entrar en la National Gallery de Londres. Desde el próximo lunes y hasta el 7 de julio el museo de Trafalgar Square alberga la exposición Sorolla, maestro español de la luz, compuesta por 63 cuadros que en agosto recalarán en la Galería Nacional de Irlanda, en Dublín. Es la avanzadilla de lo que Gabriele Finaldi, director de la pinacoteca y antiguo subdirector del Museo del Prado, denominó este jueves “la temporada española”: el pintor medieval Bartolomé Bermejo tomará el relevo a un maestro del XIX del que solo existe, recordó Finaldi, una obra “representativa” en las colecciones públicas británicas: el retrato de la princesa Beatriz de Battenberg, que no forma parte de la muestra pero que el miércoles fue trasladado fugazmente desde la vecina National Portrait Gallery y expuesto en un caballete durante la visita inaugural de la reina Letizia y el príncipe Carlos de Inglaterra.
Joaquín Sorolla (1863-1923) ha tardado más de un siglo en volver a lo grande al Reino Unido. En 1902, con 39 años y convertido en una incipiente estrella internacional, cruzó el Canal de la Mancha para contemplar la Venus del espejo de Velázquez, que por entonces colgaba todavía en Rokeby Park, en Durham, al norte de Inglaterra. Si ese mismo año pintó un sensual desnudo femenino que ahora puede verse en la muestra de Londres, en 1908 volvió a la capital británica con todos los honores cuando las Grafton Galleries organizaron una exposición de casi 300 cuadros en la que se le publicitaba como “el mejor pintor vivo del mundo”. Si el hiperbólico entusiasmo de sus anfitriones le pareció excesivo, la acogida de los coleccionistas ingleses le pareció tibia. Sobre todo porque dos años antes había triunfado en París con el doble de obras y con unas ventas que le permitieron comprar el solar en el que hoy se levanta el museo madrileño que lleva su nombre.
En 1894 Joaquín Sorolla escribió desde París a un amigo: “Sigo el camino normal de la pintura genuinamente española, cerrando ojos y oídos a todo impresionismo y puntismo (sic), beatos nosotros que aquí no tenemos esa plaga de holgazanes”. Delante de un cuadro que roza la abstracción como La siesta (1911), Christopher Riopelle recuerda que Sorolla fue amigo de Monet y conocía bien su técnica, pero él evita la palabra impresionismo para referirse a la obra de un artista “dotado como pocos” para pintar “cualquier cosa” pero sobre todo “el agua, la luz y los juegos de la luz en el agua, el instante”. Usó la fotografía para documentar su trabajo y pintó continuamente al aire libre —a veces el viento mezclaba la arena de playa con el óleo— pero no quiso jugar la baza de moderno. “Estaba satisfecho con el mundo que había creado y con el éxito que tenía, sobre todo en América”, explica Riopelle. Eso en vida. Una vez muerto, su propio talento le pasó factura: “En 1923, cuando él muere, el rey absoluto es Picasso. Añadimos a Miró, a Dalí y a Buñuel y solemos olvidarnos de Sorolla como artista español”. ¿A qué se debe su recuperación actual? En el catálogo, Finaldi habla de una relectura de los regionalismos europeos y de una interpretación del impresionismo no exclusivamente francesa. Christopher Riopelle añade dos razones más prosaicas: “Por un lado, en tiempos de realidad virtual vuelve a fascinarnos la destreza técnica de los que saben hacer cosas con las manos, el oficio. Por otro, nos interesa mucho cómo se forja y promociona una carrera artística. En ambos aspectos Sorolla era un fenómeno”.
La desapacible primavera londinense de 1908 tuvo, sin embargo, tres recompensas. La Venus de Velázquez se exhibía ya en la National Gallery —a unos metros del ala Sainsbury que acoge estos meses su retrospectiva— y Sorolla envió a su esposa, Clotilde García del Castillo, una postal con el retrato de la diosa en el que se refería a él como “el trozo de carne más humano del museo”. Clotilde había sido la ‘anónima’ modelo del célebre desnudo que ahora abre la exposición y que pertenece a una colección particular de la que el comisario —Christopher Riopelle, conservador de pintura posterior a 1800 de la National Gallery— solo se permite revelar que es “española”. “Sorolla quiso medirse con Velázquez”, explica Riopelle. “Tenía claro que era el intérprete de la tradición española justo cuando empezaba a ser decisiva para los artistas modernos gracias sobre todo a Manet, que la conocía bien”.
La segunda recompensa de aquella agridulce temporada en las islas vino del estudio de los mármoles del Partenón que se conservan en el Museo Británico. “El maravilloso movimiento de sus famosos niños corriendo por la playa de Valencia debe mucho a esas visitas”, subraya el comisario delante de uno de los cuadros más reconocibles de Sorolla, dedicado a uno de los motivos que lo convirtieron en una estrella en Estados Unidos. Y en un hombre rico. También Londres tuvo algo que ver con ese éxito transatlántico. Entre los visitantes de las Grafton Galleries estaba un millonario estadounidense llamado Archer M. Huntington que acababa de fundar la Hispanic Society of America. Entusiasmado, Huntington compró varias obras y propuso a su autor una muestra en Nueva York que se convertiría en gira triunfal por Estados Unidos con visita a la Casa Blanca incluida. Aunque Sorolla y su mecenas no coincidieron en la capital británica, el artista resumió su propio entusiasmo en otra carta a Clotilde: “Creo que he conocido a Dios”. Tres años más tarde firmaron el contrato para un proyecto que ocuparía al pintor en su última década de vida: ejecutar para la sede de la Hispanic Society en Manhattan un mural de 70 metros de largo por 3 de alto sobre las distintas regiones españolas. En la National Gallery pueden verse varios estudios preparatorios para un friso que algunos consideran una grandiosa síntesis de la España plural y otros, un tropiezo que tuvo a Sorolla ocho años viajando por todo el país y lo entretuvo en motivos folclóricos mientras la modernidad vanguardista llamaba a las puertas de Europa. El mismo año que firmó con Huntington, se refirió a Matisse como “disparate gracioso y ridículo”.
Aglomeración frente a 'Triste herencia' (1899), de Sorolla, en la National Gallery de Londres. FACUNDO ARRIZABALAGA (EFE)
‘Sorolla, maestro español de la luz” es un paso más en la rehabilitación definitiva del artista español más internacional entre Goya y Picasso pero que, tras su muerte en 1923, pasó por un purgatorio del que lo sacó definitivamente la gran exposición que en 2009, hace justo una década, le consagró el Museo del Prado. En una muestra que se nutre sobre todo de la colección del Museo Sorolla de Madrid pero que cuenta con aportaciones clave del Museo d’Orsay de París (La vuelta de la pesca), el Metropolitan de Nueva York (Clotilde con traje negro), la Fundación Bancaja (Triste herencia) o el propio Prado (Chicos en la playa), la National Gallery presenta a un creador total cuyo precoz virtuosismo le permitió ser a la vez un dramático pintor de temática social, un enorme continuador del retrato español y, por supuesto, un maestro que supo atrapar como nadie la luz del Mediterráneo.