"); } "); } else document.write("
");
Europa no debe aceptar la prórroga sin lograr a cambio garantías sólidas Un manifestante antibrexit a las puertas del Parlamento en Londres (Reino Unido). ANDY RAIN EFE
El Brexit ha quedado severamente tocado. Está, incluso, moribundo. Así lo indica el hecho —extraordinariamente simbólico y significativo— de que el Parlamento y el Gobierno británicos acaben de decidir que solicitarán a los Veintisiete una prórroga del proceso de retirada del Reino Unido de la UE. Es simbólico, pues, tras dos años de iniciado el proceso, no ha llegado a ningún puerto ni llegará en la fecha prevista, el día 29. Y es significativo porque este resultado igual a cero no se debe a ningún disenso europeo ni a una discrepancia entre las dos partes (el Reino Unido y la UE).
La petición de una prórroga es tributaria de la radical incapacidad del Estado británico de ponerse de acuerdo consigo mismo. Ni sobre qué era a lo que aspiraba (Brexit duro o blando, permanencia, cualquier situación intermedía), ni sobre el pacto con la UE que perseguía (y cuando logró un acuerdo se desdijo al instante), ni sobre lo que consideraba alcanzable (el acuerdo de retirada, sus recientes clarificaciones), ni sobre lo que legítimamente podía presentar a los votantes (como resultado o para volver a auscultarlos en un segundo referéndum).
Con estos mimbres es lógico que el cesto de resultados de Theresa May haya resultado vacío. La primera ministra se ha prodigado en una sucesión implacable de fracasos, a cual más estrepitoso. Entre ellos figura el rechazo al Acuerdo de Retirada, el 15 de enero, con la peor derrota en la historia del parlamentarismo británico; el segundo rechazo al mismo acuerdo, una vez recauchutado con garantías adicionales de Bruselas el pasado día 12, y la negativa a una salida sin acuerdo “en ninguna circunstancia”, cuando May quiso guardarse esa baza para presionar junto al abismo hasta el último minuto.
Así que la estrategia, la táctica y la técnica de May han sido derrotadas tanto por ella misma como por sus seguidores, sus íntimos enemigos e incluso, pese a su inanidad, por sus frágiles rivales. Con el agravante de que Bruselas le ofreció garantías vinculantes jurídicamente, de una generosidad, o ingenuidad, extrema. Ni siquiera con ese apoyo logró el bloque gobernante británico salir de su propio embrollo, lo que ilustra que persistir en la política de paños calientes por parte del resto de los países de la Unión sería necio, pues no sirve para alcanzar ninguna contrapartida.
Los negociadores, en efecto, pisaron o al menos rozaron las propias líneas rojas de la UE. Aseguraban que no habría alternativa al acuerdo de retirada ya firmado y han reconocido, sin embargo, que abrieron una “segunda” negociación. Al “clarificar” el acuerdo, lo desbordaron en un texto anejo, con compromisos vinculantes no previstos: especialmente, sobre la sumisión de las discrepancias futuras (en torno a la salvaguardia irlandesa) a un arbitraje, que versaría sobre los incumplimientos o la mala fe de alguna de las dos partes. Una provisión humillante para el prestigio de la UE.
Aun así, la “clarificación” tuvo virtualidad táctica: devolvió el sambenito de la eventual ruptura al tejado de quien la ha provocado: Londres. Pero este juego no se debe repetir. Y, sobre todo, no debe cambiar el compromiso intraeuropeo de dar más tiempo al Reino Unido solamente si hay garantías británicas de una posición sólida y tangible: por ejemplo, un pacto de partidos favorables al Brexit blando hasta hoy rechazado. O de celebración de elecciones o de un segundo referéndum para aclararse.
Puedes seguir EL PAÍS Opinión en Facebook, Twitter o suscribirte aquí a la Newsletter.