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La elección de los ciudadanos solo será posible si la campaña no es una colérica llamada a rebato contra el enemigo Entre abril y mayo se celebrarán elecciones generales, autonómicas, municipales y europeas. L. Rico
La decisión de poner fin a la legislatura y convocar elecciones generales, adoptada hace apenas una semana por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha propiciado que en el plazo de un único mes, entre abril y mayo próximos, los ciudadanos tengan ocasión de decidir sobre la renovación de la gran mayoría de las instancias de poder político en España. Cámaras legislativas centrales y autonómicas de régimen común, además de Ayuntamientos y representación española en la Eurocámara, tendrán nueva composición. Y antes de verano, en principio, deberían estar constituidos los equipos de Gobierno que dirigirán durante los próximos cuatro años la estructura del Estado en sus diferentes niveles.
La fragmentación de los resultados electorales y la concentración de las preferencias en dos bloques polarizados son por el momento simples pronósticos, que la estrategia de la crispación, por un lado, y el rechazo a determinados acuerdos poselectorales, por otro, están contribuyendo a materializar. Pero ni siquiera la confirmación del mapa político más complejo que puedan arrojar las urnas justificaría una situación de bloqueo por vetos cruzados entre los grupos. Tampoco la aparente solución de investir Ejecutivos sin estabilidad, articulados en torno a abstenciones y mayorías relativas y no en programas políticos que permitan abordar las reformas. Los resultados de haber intentado ambas vías en el Parlamento central próximo a disolverse están a la vista, y podrían ahora extenderse a gran parte del sistema: una insólita repetición electoral con un Gobierno en funciones durante un año, y una legislatura extraordinariamente breve conducida por dos mayorías diferentes pero igualmente inestables.
La existencia de Ejecutivos de diferente signo en las instancias municipal, autonómica y central ha operado hasta el momento como parte del equilibrio entre poderes establecido por la Constitución, por más que en no pocas ocasiones los líderes y los partidos hayan olvidado la obligación constitucional de cooperar. El riesgo de anular este equilibrio no procede ahora, como en ciclos electorales anteriores, de la más que improbable hegemonía que pueda alcanzar ningún partido, sino de la situación exactamente contraria. En concreto, de la imposibilidad de estructurar a partir de una fragmentación política sin precedentes una geometría política coherente, en la que los pactos necesarios para desbloquear unas instancias de poder no impidan los que se necesitarían para hacer lo propio en las demás instancias.
Hay que insistir en que las fuerzas que parecen estar empujando el sistema del 78 hacia este callejón sin salida no son resultado de la fatalidad, ni tampoco de ninguna marejada ideológica internacional de la que España no podía librarse. Antes por el contrario, han sido desencadenadas por errores políticos que cualquier dirigente puede cometer, pero que ninguno debería obstinarse en negar y en agudizar, disimulándolos bajo las alarmas de la emergencia y elevándolos a la categoría de estrategia electoral. La radicalización deliberada de los respectivos electorados frente a problemas de alto voltaje emocional es seguramente el más grave de esos errores, pero se verá sobrepasado si los partidos buscan proyectarlo sobre la totalidad de las instancias de poder establecidas por la Constitución de 1978, aprovechando la convocatoria a las urnas en los meses de abril y mayo. Las razones para votar una opción en un municipio no tienen por qué ser las mismas que para hacerlo en una comunidad autónoma, en el Parlamento central o en la Eurocámara, y al contrario.
Pero esta libertad de voto de la que deberían gozar los ciudadanos sólo será posible si, desmintiendo los pronósticos, los partidos no conciben la campaña electoral como una colérica llamada a rebato contra el enemigo, sino como una oferta razonada entre programas alternativos.
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