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La ley fundamental no es un programa, es el marco donde actúan los partidos Un ejemplar de la Constitución española de 1978. LUIS MAGÁN
Una señal reveladora de la buena salud de la Constitución de 1978 es que la mayoría de los partidos quieren servirse de ella como garantía de que sus programas van en la buena dirección o como una señal de que la tienen como referencia indiscutible en su actividad política. El líder de Ciudadanos, Albert Rivera, ha propuesto que la Constitución se enseñe en los colegios y Podemos se ha servido de sus artículos de contenido social para colgar de ellos las medidas que quiere poner en marcha para ir más lejos en algunos de los derechos que consagra. Casado obligará a los cargos electos a jurar de forma correcta la Constitución y, en la refriega electoral de cada día, hay quienes pretenden que por el hecho de proclamarse constitucionalistas gozan de credibilidad instantánea y, en cambio, tachar al adversario de no serlo va camino de ser la mayor de las maldiciones. Olvidan todos que la Constitución no es un programa político, ni tampoco un repertorio de sugerencias para solucionar los graves problemas de España. Es el dispositivo que establece las reglas de juego de una democracia avanzada, la ley suprema de nuestro ordenamiento jurídico. Ni más ni menos.
Evidentemente, Ciudadanos puede incluir como una más de sus propuestas educativas la creación de una asignatura específica y obligatoria sobre la Constitución. A Podemos, por su parte, se le ha ocurrido ahora darle lustre a una Constitución que hasta hace no mucho formaba parte de ese régimen del 78 al que combatía con todas sus armas, y eso no es mala señal como signo de celebración de un marco del que renegaba con decisión. Lo que resulta problemático, y es ahí donde hay que incluir ese indeseable cruce permanente de acusaciones de no ser constitucionalista, es que la ley fundamental se convierta en un armamento más de la contienda electoral y termine siendo nada más que un significante vacío que solo sirve como reclamo publicitario. Lo que ha mostrado el tortuoso camino que eligieron los independentistas catalanes para cumplir sus objetivos es que la Constitución está ahí para ser cumplida escrupulosamente. Por eso, los que reivindican el extraordinario papel que ha jugado para garantizar los derechos y deberes de todos no deberían contribuir a trivializarla usándola como combustible electoral. La Constitución es de todos, y está ahí como marco común. Otra cosa son los programas de los partidos. Son los que diferencian a unos de otros, y es lo que someten a consideración de los electores. Meter en esa batalla a la Constitución como reclamo partidista solo puede contribuir a la confusión.
Lo que sí deberían explicar las fuerzas políticas que combaten por los votos de los ciudadanos en las próximas elecciones es si han incluido en sus programas alguna reforma de la Constitución. Hace no mucho hubo formaciones que entendían que tocaba actualizarla y adaptarla a los nuevos desafíos de la sociedad global y tecnológica de nuestros días. Otras simplemente invitaban a que se realizara un cambio radical y las hubo que defendían no tocar ni una coma. Cualquier debate siempre es positivo, lo que no tiene sentido es convertir lo que es de todos en bandera partidista.
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