Construir un icono para reconstruir la historia. El Museo Nacional de Catar, inaugurado esta tarde en Doha, debe ser, con más de 8.000 metros cuadrados de exposición, el mayor museo de historia local del planeta. Su envoltorio, en cambio, tiene ambición internacional. Le habla al mundo de vanguardia y, a la vez, de un pasado remoto que los cataríes están tratando de escribir y documentar.
Así, el edificio evoca la cristalización de una rosa del desierto —una formación mineral típica de la región del Golfo Pérsico— y tiene un contenido altamente escenográfico que quiere arraigar una cultura nómada de pescadores de perlas reconvertidos en señores del petróleo y el gas natural. El proyecto de Jean Nouvel es, en palabras del arquitecto, la materialización de lo que es Catar: “un lugar de encuentro entre el mar y el desierto”. Ciertamente retrata también la paradoja de un país no democrático que quiere ser, si es que eso es posible, culturalmente progresista. Nouvel ha declarado a EL PAÍS que la arquitectura es siempre difícil “incluso en países absolutistas, pero estos gobiernos levantan una arquitectura autoritaria que extiende su mensaje de poder y ese no es el caso de mi museo”. Doha, la capital, es una de las ciudades más transformadas en la última década. Aquí vive la mayoría de los cataríes —solo 1/8 de los dos millones de habitantes del país que tiene la mayor renta per cápita del planeta—. Eso si, ningún residente paga impuestos. De ahí que entre los habitantes se cuente un puñado de deportistas famosos.
Con un pasado nómada, Catar ha visto aparecer y desaparecer la fortuna. La crisis de las perlas, su industria “hasta que los japoneses decidieron hacerlas artificiales”, ha dicho Sheikha Al Mayassa bint Hamad bin Khalifa Al Thani, hermana del actual emir y directora de los museos del país —calificada por la revista Forbes como la “Reina indiscutible del mundo del arte actual”—. Basta una mirada a la nueva arquitectura y escultura pública de la capital —la Biblioteca Nacional de Rem Koolhaas o las polémicas esculturas de fetos de Damien Hirst— para comprobar que tras las perlas, no están esperando a que se termine el gas para invertir en su reconversión como destino turístico. Por si el arte no resulta suficiente, la copa del mundo de fútbol 2022 se jugará aquí por primera vez en invierno y en un país árabe. Estadios firmados por Foster o la desaparecida Zaha Hadid se construyen por todo el país.
De modo que la ingente rosa del desierto convertida en edificio por Nouvel es una pieza más en este ambicioso rompecabezas. A pesar de estar sostenido por acero con el que se podrían levantar dos torres Eiffel, el Museo Nacional de Catar (NMoQ) tiene el aire ligero de una formación que podría cambiar de aspecto con una brisa. Bajo los voladizos, y a pesar de los 27 grados a la sombra, el arquitecto aparece cubierto por el ala de su sombrero negro y su legendaria chaqueta de piel. Ante una treintena de periodistas internacionales invitados por la Qatar Foundation —incluido este periódico— cada vez que Nouvel alude al desierto, la hermana del emir recuerda que su país es mucho más que desierto: “las excavaciones danesas de 1959 descubrieron una historia que se remonta a 20 millones de años”. Las primeras arquitecturas modernas llegaron con el protectorado británico de los años cincuenta. “La arquitectura es sorprendente, pero —con muros inclinados y suelos en pendiente— incómoda para colgar nada. Por eso las paredes funcionan como dioramas para proyectar nuestra historia” ha dicho Sheika Al Mayassa. Para Nouvel, esas proyecciones representan el movimiento nómada de los beduinos.
“Nadie ha estado en el interior de una rosa del desierto”, resume. Ciertamente el recorrido recurre a la “compresión-expansión” —acoger en espacios pequeños para sorprender con los grandes— que defendía Frank Lloyd Wright, otro arquitecto que supo construir en el desierto. Ese es el gran mérito de Nouvel: en un bosque de rascacielos con muros cortina que ignoran la arena y el calor que los rodea, el francés anticipa y prevé el polvo y la erosión con un edificio capaz de convivir con el sol. Los discos de hormigón reforzado con fibra de vidrio protegen las ventanas con voladizos para mantener alejado el calor.
Cuesta mucho construir un icono. Además de talento para aportar ideas en lugar de repetir fórmulas, es fundamental negociar. La historia de este icono se remonta 18 años, cuando el autor de la torre Agbar de Barcelona propuso un museo subterráneo junto a un lago artificial que recuperase la unión entre mar y desierto. En un tiempo en el que tantas ciudades recurren a terrenos ganados al mar para crecer, él quiso devolver al mar la orilla que le quitó el paseo marítimo, la Corniche. Quiso esconder el museo siguiendo la tradición beduina de protegerse del calor bajo tierra. Aquella propuesta no prosperó. “Comprendí que un museo nacional debe ser visible”, admite . Él encontró en el desierto la manera de hacerlo hablar. Autor del Louvre de Abu Dhabi (2017) y de la Torre Doha (2011) —singularmente cubierta por una celosía—, no por casualidad Nouvel saltó a la fama en 1989, cuando culminó en París el Instituto del Mundo Árabe.
Así, con la geometría matemática de una rosa del desierto, este nuevo museo catarí es uno de los embalajes arquitectónicos más extraordinarios levantados en los últimos años —en parte por empresas y mano de obra españolas: la constructora Empty y Acciona— . El edificio lo tiene todo: identidad, relación con el lugar, referencia a un símbolo del desierto y tecnología punta para lograr la unión dinámica y precisa de los 539 discos de hormigón —de entre 14 y 87 metros de diámetro— que, como un castillo de naipes, levantan este paradójico museo con ambición mundana y contenido local.
ampliar foto Una imagen del nuevo museo nacional de Catar. Iwan Baan