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Sánchez rindió tributo a un pensamiento demasiadas veces derrotado por un sectarismo que no cambia de propósito Pedro Sánchez rinde homenaje a Azaña en el cementerio de Montauban. ERIC CABANIS AFP
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, visitó ayer en Montauban la tumba del último jefe de Estado republicano, Manuel Azaña, además de rendir tributo al poeta Antonio Machado en Collioure y a los españoles refugiados en el campo de Argelès. El homenaje se produce en un momento en el que la crispación política está poniendo de nuevo en circulación el mito de las dos Españas, supuestamente consolidadas a lo largo de los siglos e inevitablemente enfrentadas por razones que parecen escapar a la voluntad de los ciudadanos.
Sin embargo, las figuras a las que el presidente Sánchez homenajeó ayer fueron perseguidas por sostener la creencia contraria: la guerra que los llevó a morir fuera de su patria no era entre dos Españas ancestrales e irreconciliables, sino entre dos bandos diferentes de la única España que existe: el bando de quienes se mantuvieron firmes en su defensa de las instituciones y el de quienes las pisotearon en nombre de la nación o de la revolución.
Los generales irresponsablemente alzados contra un régimen legítimo dieron ocasión a que también lo desbordaran desde dentro las fuerzas que solo lo consideraban una estación de paso hacia la utopía de la sociedad sin clases, y ambas irresponsabilidades juntas acabaron por convertir España en teatro anticipado del conflicto mundial más devastador que haya conocido la historia.
La República española, o, por mejor decir, el pensamiento político que la alumbró y que inspiró a sus hombres y mujeres más destacados, no es patrimonio de ninguna de esas dos Españas que solo existen como coartada de quienes aspiran a gobernarla distinguiendo entre buenos y malos ciudadanos, no entre programas mejores y peores. La idea de que la Constitución de 1978 es heredera del proyecto de la República no es uno más entre los eslóganes que emponzoñan la vida pública en España, sino la expresión de unos conceptos y de una voluntad que nuevos sectarismos, en nada diferentes de los que la hicieron fracasar, se empeñan en ignorar.
La Constitución de 1978, como el régimen republicano de 1931, son el resultado de pensar el Estado, no la nación, así como del inquebrantable compromiso de resolver los problemas del país mediante instituciones y procedimientos pactados, no mediante la exaltación de los leales a una entelequia nacional y la condena de los traidores. El pensamiento político que comparten la antigua República y la actual Monarquía parlamentaria no propone ninguna conllevancia entre naciones, y menos aún, ninguna imposición de una sobre otra. Como resumió Azaña, el problema al que se enfrentó la República, y con el que debe lidiar de nuevo el actual sistema político, no es decidir qué es o no es España, sino cómo se organiza y cómo se fortalece el Estado democrático.
El presidente Sánchez rindió tributo ayer en Montauban y en los otros dos lugares que visitó a quienes el exilio libró de perecer en una sangrienta Guerra Civil, pero también a un pensamiento político demasiadas veces derrotado a lo largo de la historia por un sectarismo que cambia de objeto, pero no de propósito. Es en ese pensamiento que es de todos, y que ha concedido a la única España que existe los mejores periodos de libertad y de progreso, donde deberían encontrarse y reconocerse cuantos aspiran a representar a los ciudadanos, en lugar de convocarlos en bandos irreconciliables a fin de obtener los mezquinos beneficios de su enfrentamiento. El bando que acabó con la República creyó haber desterrado ese pensamiento para siempre; en realidad, solo consiguió posponer el momento en que, como sucedió en la Transición, otros españoles tomaran el testigo.
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