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El viraje del BCE confirma la inquietud que provoca la desaceleración Mario Draghi, presidente del BCE REUTERS
La economía mundial y la europea están atravesando por una situación compleja cuya manifestación más evidente es una desaceleración en el crecimiento. La OCDE ha confirmado en su último informe que el PIB europeo crecerá este año en torno al 1%, un avance muy escaso que augura, entre otros daños, una creación menor de empleo. La desaceleración económica, esto es un hecho, está provocando una cierta inquietud en países como Alemania, Francia y Holanda, que ya han puesto en marcha planes para incentivar la economía. Los sospechosos de causar esta desaceleración son los habituales: la conmoción del Brexit y la guerra comercial que, como suele suceder, perjudica mucho más a terceros países que a los Gobiernos que la iniciaron.
La gran prueba de la preocupación europea por la desaceleración la proporcionó el Banco Central Europeo (BCE) el pasado jueves. Mario Draghi anunció su intención de inyectar más liquidez en el sistema y aplazar la prevista subida de tipos. La posición del BCE forma parte de la complejidad del momento económico, porque debido al frenazo económico de la eurozona tiene que modificar su calendario para retornar a la ortodoxia monetaria. Digamos que el banco ha sido sorprendido por unas previsiones económicas adversas en el momento en que dispone de menos margen de maniobra para actuar con contundencia.
Pero no es solo la eurozona la que vive momentos de inquietud. Las drásticas y selectivas barreras comerciales que se están imponiendo en los intercambios internacionales han reducido las perspectivas de crecimiento chino. Menos consumo interno y una caída de las inversiones han obligado al Gobierno de Pekín a introducir cambios significativos en su política económica, que van desde una rebaja fiscal para las manufacturas hasta un aumento del crédito para la industria estatal. En una economía interconectada, las vacilaciones chinas son una mala noticia; y se convertirá en pésima si los incentivos anunciados por el primer ministro, Li Keqiang, no surten el efecto esperado.
La desaceleración anunciada, y temida, pone a prueba las debilidades estructurales del euro, como no podía ser de otra forma. Obliga a pensar en una estrategia económica distinta de la austeridad para hacer frente a un contratiempo serio, aunque evidentemente muy alejado todavía de una recesión. Los recortes de gasto, los controles dolorosos del déficit, ya no sirven para enfrentarse a un frenazo en el comercio internacional, cuya duración no se puede prever, o a las consecuencias de una decisión política tan traumática como el Brexit. Bruselas debería explorar la eficacia de poner en marcha políticas fiscales expansivas moderadas en los países del área, como han hecho Berlín o París.
Pero este parón económico es también una advertencia, igual que otras anteriores, sobre la debilidad de las estructuras de la eurozona. En una crisis global aguda, mucho más grave que la desaceleración que ahora inquieta en Bruselas y en Fráncfort, la política monetaria del BCE no sería ya instrumento suficiente para mantener las economías nacionales lejos del default. Este es el momento de facilitar una coordinación mayor de las políticas presupuestarias de los países del euro y de soluciones para la deuda. Como los eurobonos.
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