España ha anunciado que, en su redacción actual, el tratado de retirada de Reino Unido de la UE (que plasma el Brexit) es inaceptable.
Dicho sin dramatismo: al Gobierno español le asiste la razón en este asunto. El principio establecido por los Veintisiete para toda la negociación con Londres —incluso antes de que esta empezase— fijó que “ningún acuerdo entre la UE y el Reino Unido” podría aplicarse a Gibraltar “sin el acuerdo entre” Londres y España.
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Es decir, los socios europeos otorgaban a España la vara más alta, el derecho a veto, en todo lo referente a acuerdos futuros con Reino Unido en la vertiente de su eventual aplicación al Peñón. Así lo establecieron las Orientaciones generales a los negociadores solemnizadas en la cumbre de marzo de 2017, inmediatamente después de que Theresa May desencadenase el proceso de retirada invocando el artículo 50 del Tratado de Lisboa. El contenido de dicho documento, vinculante por haberse aprobado en el Consejo Europeo, ha sido reiterado en sucesivas ocasiones.
Pues bien, el borrador de acuerdo de retirada acordado entre May y el equipo del negociador europeo Michel Barnier —que ha hecho en general un buen trabajo— incumple ese mandato. O lo deja en la ambigüedad de un limbo que nadie puede permitirse. La Comisión no logró ayer consenso interno para apoyar el borrador del acuerdo, lo que pespuntea algunas de sus limitaciones.
En efecto, en su artículo 184 las dos partes se comprometen a negociar el acuerdo sobre su futura relación “desde el pleno respeto de sus respectivos ordenamientos legales”. Y hace pinza con el artículo 3, que incorpora al Peñón al ordenamiento británico como parte del ámbito territorial en que regirá el acuerdo de retirada.
Es evidente que ese limbo resulta inaceptable, en tanto que orilla la influencia específica de España sobre la aplicación del acuerdo de retirada, contra lo pactado. Y contra lo enervado, con acierto, en el caso, diferente pero concomitante, de Irlanda. Por eso, de una u otra forma debe ser reformulado, precisado o interpretado en el sentido de las Orientaciones de negociación.
La influencia de esos defectos importa relativamente sobre el periodo de transición pactado en principio por dos años. Pero importa mucho más por su impacto en el acuerdo de relación futura Reino Unido-Unión Europea, porque su duración debiera ser indeterminada.
Es cierto que el resto de lo negociado ha resultado positivo desde la perspectiva de los intereses específicos de España (que comparte también otros más generales: los de la entera Unión). Y lo es que el asunto de Gibraltar se haya elevado a un protocolo específico, lo que da relevancia simbólica a la montaña de la discordia, de forma parecida a la del problema principal, el de Irlanda, también incluido en otro protocolo.
Otro aspecto positivo es que tanto la Unión como Londres y Madrid hayan fraguado acuerdos conexos para mejorar la vida concreta de las comunidades que se cruzan en Gibraltar, cerrados ayer. Notablemente la de los trabajadores españoles, los intereses medioambientales y los fiscales. Vale más eso que mucha retórica sobre la soberanía, que con acierto el Gobierno ha soslayado.
Pero el dilema sobre la mejora del acuerdo no es opcional, sino obligado, porque los pactos (y las Orientacioneslo son) están para ser cumplidos.