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Casado y Rivera pretenden polarizar a la sociedad en torno a la cuestión nacional El presidente del PP Pablo Casado, durante un acto de partido en Cartagena. Marcial Guillén EFE
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, disolvió las Cámaras el pasado martes y convocó elecciones generales el próximo 28 de abril. Concluye así una de las legislaturas en la que la inestabilidad política más ha amenazado con deteriorar la arquitectura institucional de 1978, normalizando actitudes y discursos políticos que, si acaso, respetan formalmente la letra de la Constitución, pero en ningún caso su propósito. Al mismo tiempo, la brevedad del mandato recibido de las urnas por los actuales diputados y senadores no ha sido obstáculo para que el panorama electoral sufra la transformación más profunda desde la recuperación de las libertades en España. En apenas dos años de legislatura, el espacio de centro ha sido asfixiado y el extremo de los populismos ultranacionalistas habilitado, consolidando un bloque político más resueltamente derechista que conservador, y refractario al entendimiento político fuera de su propia órbita.
La configuración de este bloque no es resultado de la polarización de la sociedad española con respecto al desafío independentista en Cataluña, sino, por el contrario, de la deliberada voluntad del Partido Popular y Ciudadanos por polarizarla en torno a una agenda nacional, bloqueando si es preciso el funcionamiento de las instituciones del Estado y despreciando su dignidad al despreciar la de quienes legítimamente lo representan. El lenguaje apocalíptico del líder popular, Pablo Casado, intenta repetir el adoptado por su partido en un pasado no tan distante, en el que la estrategia de la crispación de entonces cebó problemas que la de hoy amenaza con volver irresolubles. Albert Rivera, por su parte, carecía de razones para seguir a Casado en este viaje. En especial, si el espacio que ahora reclama es el liberalismo. Porque el liberalismo no es compatible con proponer como único programa la adhesión a una nación, convertir la diferencia política en causa de exclusión parlamentaria ni distorsionar las posiciones de los adversarios, buscando el descrédito más que la alternativa.
Casado y Rivera han tenido pruebas suficientes durante esta áspera precampaña de que ni siquiera son los beneficiarios de una estrategia que está envileciendo la vida pública, así como creando una asimetría irreductible entre los problemas del país y las necesarias soluciones. La desigualdad de rentas, la falta de horizonte de los más jóvenes o la pobreza infantil no se resuelven con más invocaciones a España, sino con más acuerdos parlamentarios acerca de programas para emplear los recursos del Estado. Con más nacionalismo de una nación solo se confirma en sus estériles obsesiones a quienes están dispuestos a sacrificarlo todo a una nación diferente. Incluidas fuerzas como Vox, para las que el nombre de España designa un país que nada tiene que ver con el que los ciudadanos han forjado bajo una Constitución democrática, con el compromiso de mujeres y hombres por igual e inspirada por los mejores valores europeos.
Las campañas de los independentistas catalanes dirigidas a monopolizar la modernidad y la democracia, buscando por la vía de la propaganda una legitimación imposible para su programa minoritario, no pueden ocultar que su ultranacionalismo es una reminiscencia del pasado más oscurantista, tanto español como europeo. Al confundir el terreno en el que combatirlo electoralmente, y al hacerlo, además, desde la crispación y no desde el consenso, Casado y Rivera están arrastrando al conjunto del país a una espiral que trivializa retrospectivamente ese pasado, y hace parecer a Vox como uno más entre los partidos que se inflaman con la defensa de la unidad de España, solo que un poco más exaltado. También la España democrática es una, pero, a diferencia de la de los ultranacionalismos decididos a monopolizar la inminente campaña, es una España sin anti-España.
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