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La formación recupera su perfil para ser una alternativa de Gobierno en Alemania Andrea Nahles, líder del SPD, en la sede del partido en Berlín. ODD ANDERSEN AFP
El Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) acaba de apostar por recuperar su perfil ideológico para frenar la caída libre de apoyos electorales. Los números han sido determinantes. En las elecciones generales de 2017 ya cosechó el peor resultado con apenas un 20% de los sufragios y las encuestas no indican mejora alguna. El nuevo discurso pretende recuperar una identidad socialdemócrata claramente desdibujada tras diez años de gobiernos de coalición con los cristianodemócratas de la CDU de Angela Merkel.
El nuevo discurso es una apuesta clara por las políticas distributivas: el incremento de las pensiones más bajas, la subida del salario mínimo u otras medidas enfocadas a paliar la pobreza infantil o el impulso de la igualdad de oportunidades. Representa, en suma, una enmienda a la totalidad al último de los grandes programas del SPD, lanzado hace ahora tres décadas: la llamada Agenda 2010 del excanciller Gerhard Schröder, que marcó el inicio del declive de la formación.
Formar parte de la coalición de Gobierno con Merkel ha sido un ejemplar ejercicio de sentido de Estado de la formación socialdemócrata, que no ha dudado en anteponer la estabilidad de Alemania al rédito electoral cortoplacista, pero indudablemente, ha supuesto un gran desgaste. Ahora, la recuperación de su identidad y su voluntad de volver a ser una alternativa de Gobierno —en un momento en el que el populismo gana terreno entre la opinión pública—, es, sin duda, una buena noticia no solo para el sistema democrático alemán, sino para toda Europa. El SPD es el partido más importante de la socialdemocracia europea y lo ha sido históricamente porque todos los proyectos políticos salidos de su maquinaria ideológica —desde el lejano programa de Erfurt (1891) hasta el giro posmarxista del Congreso de Bad Godesberg (1959)—, han significado la puesta en marcha de estrategias con capacidad de irradiación hacia el resto de los demás partidos de la misma tendencia en todo el continente.
Este movimiento no responde a una situación meramente coyuntural alemana, sino que está sucediendo lo mismo en otros países europeos. Los partidos históricos no son inmunes a los cambios en los sistemas políticos que han sido provocados por la irrupción de la ultraderecha. Estas últimas son capaces de intoxicar el debate público y de marcar la agenda de temas a sus adversarios. Todavía no se ha encontrado la fórmula que evite que las fuerzas ultras resulten determinantes en la conformación de Gobiernos sin el recurso a los cordones sanitarios o a las coaliciones de gobierno. Estas últimas, de hecho —y como ha sucedido en Alemania—, acaban difuminando el contraste entre los partidos tradicionales. Esta diferencia es necesaria porque ayuda a decidir el voto, a mantener el debate público en unos cauces civilizados y a facilitar verdaderas alternancias políticas.
La recuperación de su perfil genuino por parte del SPD, lejos de generar inestabilidad, tendrá un efecto beneficioso en la política alemana, reintroduciendo el debate sobre la multilateralidad como seña de identidad de la política internacional, la igualdad o el humanismo. Los votantes tienen que saber qué opciones se les presentan y los grandes partidos que han contribuido decisivamente al progreso común tienen la obligación de perfilar programas propios, coherentes con su legado.
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