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La brecha regional reclama mejor financiación y más inversión pública Meritxell Batet, ministra de Administraciones Públicas ALBERT GARCÍA
La crisis económica ha provocado en España un empeoramiento de las diferencias entre regiones ricas y pobres, tal como aparece registrado en la última Contabilidad Regional del Instituto Nacional de Estadística (INE). Es el mismo efecto que ha producido la crisis entre las personas y entre los países: por regla general, los pobres son más pobres y los ricos suelen obtener ventajas añadidas en las etapas de convulsión económica. Pero, además de confirmar una tendencia general, la estadística reafirma algunas evidencias que suelen olvidarse cuando se proclama con discutible alivio que la economía ha entrado en una fase de recuperación, como si eso fuera cierto en todos los casos.
La brecha económica entre comunidades españolas no se cierra; es más, tiende a ensancharse en algunos casos, porque el grado de industrialización es desigual. El tejido industrial genera empleos más estables y, en general, más protección en caso de paro, mientras que el crecimiento basado en el sector terciario, que es el caso de gran parte de la reactivación económica generada a través del turismo, produce una economía más débil, con una generación de renta más baja y empleos precarios. No es casualidad que las dos comunidades con una mayor renta, Madrid y Euskadi, cuenten con una estructura industrial potente y enraizada durante muchas décadas.
El INE confirma también la decepción del eje mediterráneo: la Comunidad Valenciana no ha conseguido cumplir con las expectativas de configurar, con Cataluña, un corredor de crecimiento económico similar al europeo o al que existe entre la vertiente norte desde Euskadi a Cataluña. Las razones van desde el fiasco de la gestión de las administraciones anteriores de la Generalitat valenciana hasta el hundimiento estrepitoso de su sistema financiero regional, formado principalmente por cajas.
Está claro, además, que la preexistencia de una economía industrial fuerte se traduce en una renta per cápita más elevada, y que las comunidades mejor situadas en este aspecto son las que disponen de una capacidad mayor de negociación política. Las que tienen menos renta tienden a ser relegadas en los repartos de inversión o se afronta su debilidad económica con aportaciones financieras coyunturales.
Para cerrar la brecha entre comunidades es necesario elevar la productividad de los factores con empresas que generen más valor añadido, extender el tejido industrial en las regiones con menor renta, de forma que su crecimiento regional se aproxime al nacional, y aumentar la inversión pública en infraestructuras. Tampoco es casualidad que la densidad de las redes de transporte sea más baja en las comunidades con menos crecimiento que en aquellas situadas por encima de la media. Nada de esto es rápido o fácil de coordinar. La próxima reforma de la financiación autonómica es una buena oportunidad para incluir entre las necesidades financieras de las comunidades pobres un programa complementario de infraestructuras. Una de las prioridades a medio plazo del Gobierno debería ser la de que no se amplíe más la brecha regional; los desequilibrios actuales ya son suficientemente perjudiciales para la economía española.
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