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Los políticos deben diagnosticar en común los problemas del país Pedro Sánchez recibe en el Palacio de La Moncloa a los líderes de los demás partidos. Samuel Sánchez EL PAÍS
Los contactos mantenidos por las cuatro principales fuerzas políticas han permitido rebajar la estéril tensión vivida durante la anterior legislatura. Nada más que por este modesto resultado, la iniciativa política adoptada por el presidente del Gobierno en funciones merece un margen de confianza. Sánchez ha actuado dentro de sus competencias, entre las que se encuentra mantener contactos políticos con los representantes de otras fuerzas, y Casado, Rivera e Iglesias han reaccionado con responsabilidad aceptando el encuentro. Después de meses en los que la actividad de los partidos se ha reducido al insulto, los políticos tenían pendiente manifestar ante los ciudadanos su disposición a diagnosticar conjuntamente los problemas del país. Crispar es fácil, según se ha demostrado desde que esta devastadora estrategia apareció en la vida pública española. Vale la pena el intento de demostrar que descrispar también lo sea. En particular, cuando se inicia una nueva campaña durante la que sería mejor asistir a un debate racional entre alternativas y no a más llamamientos en torno a consignas apocalípticas.
La influencia que ejercerán las próximas elecciones municipales, autonómicas y europeas en la configuración de las alianzas para la formación del nuevo Gobierno será determinante. Pero esta realidad no debería servir para reducirlas a una suerte de segunda vuelta de las generales. Antes por el contrario, el nuevo clima político que podría estar abriéndose camino, y al que habría que contribuir desde todos los ámbitos, se vería reforzado si la campaña para decidir el futuro de los municipios y las autonomías, además de la representación de España en Europa, se desarrollara de acuerdo con los fines para los que debe servir. Al igual que en el Congreso, también en la configuración de los municipios y autonomías las líneas rojas y las imposiciones están de más. Y la política europea, por su parte, no puede continuar ausente sin limitar el papel que le corresponde a España en la Unión. La gestión del Brexit es una moneda al aire que puede proporcionar una formidable dosis de autoestima al proyecto europeo o poner en jaque su futuro. Para ambas posibilidades debería estar prevenida España, sin renunciar en ningún caso a trabajar en favor de la primera.
La crisis en Cataluña ha sido un terreno de confrontación permanente entre los principales partidos. La ausencia de una respuesta consensuada ha sido una de las causas determinantes de la crispación, pero también algo más grave: una ventaja política gratuitamente concedida al independentismo y un innecesario alimento electoral para la ultraderecha. El imprescindible acuerdo para minimizar el efecto desestabilizador de la crisis territorial solo requiere voluntad política, y no debería plantear dificultades por lo que se refiere a los límites de cualquier salida, sea cual sea el partido en el Gobierno: la Constitución y sus procedimientos, que ninguna fuerza puede reclamar como su exclusivo monopolio. En cuanto a las propuestas, bastaría un consenso, de modo que fueran los independentistas quienes tuvieran que pagar un coste político por despreciar las salidas posibles y no los demás partidos por rechazar las imposibles.
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