"); } "); } else document.write("
");
La acción propagandística produce un deterioro institucional y democrático Inés Arrimadas, ante la casa de Waterloo donde vive Carles Puigdemont, el domingo pasado. Delmi Álvarez
Inés Arrimadas, jefa de la oposición en Cataluña y próxima número uno en la lista de Ciudadanos al Congreso de los Diputados por la importante circunscripción de Barcelona, visitó Waterloo el pasado domingo, 24 de febrero. En su breve intervención ante la mansión de Carles Puigdemont, criticó al separatismo por “abrir chiringuitos como este por todo el mundo” mientras “mantiene cerrado el Parlament”. Después posó junto a los diputados de su grupo con una pancarta en la que se leía: “La República no existe, Puigdemont”.
La estrategia política de Arrimadas al pretender erigir su figura en el referente del rechazo al secesionismo es legítima y, ciertamente, la dirigente de Ciudadanos se la ha ganado a pulso. Sin embargo, reducir toda actuación política a la mera construcción de imágenes y gestos en competencia con los que crea el adversario empieza a ser una tendencia preocupante, pues supone combatir el histrionismo político del separatismo precisamente con más histrionismo.
El deterioro del Parlamento de Cataluña, forzado por la mayoría parlamentaria independentista y el Gobierno de la Generalitat, no justifica que la oposición actúe siguiendo las mismas directrices. Lo que se espera de ella es, por el contrario, que reivindique el Parlamento frente al deliberado menoscabo institucional ejerciendo las funciones constitucionales que le corresponden: el control del Gobierno de la Generalitat a partir de propuestas que contengan una orientación estratégica clara para Cataluña, y la proyección desde el Parlamento de alternativas de contenido político que muestren la evidente pluralidad de la sociedad catalana. Frente a ello, el puro afán de conseguir trucos mediáticos obstruye el debate democrático y perjudica las instituciones, otorgando así un papel protagonista a actores que no deberían tenerlo.
La política de gestos supone reducir las posiciones políticas a meras estrategias de captación de la atención sin aportar ningún contenido. A pesar de que vivimos en una sociedad altamente mediatizada por imágenes, mensajes y actuaciones efectistas en detrimento de argumentos y reflexión, la política democrática debe basarse en una argumentada y constante apelación a la razón. El profundo efecto desestabilizador de la acción propagandística de los partidos políticos ha sido corroborado con ahínco por la estrategia del independentismo, responsable deliberado del deterioro institucional que vive Cataluña y artífice de una estrategia política sin duda eficaz, pero dirigida únicamente a atraer la atención mediática con gestos que articulan histriónicamente una facilona sintaxis de exaltación sentimental. Además, la sobreactuación acaba contribuyendo a una ya de por sí peligrosa polarización.
La vitalidad de la democracia depende de la intermediación de los partidos entre sociedad e instituciones, y su menoscabo se produce cuando esa función representativa se reduce a la mera propaganda. Más lamentable resulta, sin embargo, que este tipo de actuaciones se trasladen al Parlamento, algo que, por desgracia, ocurre con demasiada asiduidad.
Puedes seguir EL PAÍS Opinión en Facebook, Twitter o suscribirte aquí a la Newsletter.