Fue en 1946. Lo colgaron del techo del Colón. Tenía ocho años, estudiaba en el Instituto de Arte Labardén, y para la muestra de fin de año lo incluyeron en el elenco de El Dios de los pájaros, de Alfonsina Storni. Un trapecio, un arnés, y jugar a ser pajarito. Así debutó en teatro Pepe Novoa, como desde afuera: observando todo a tres metros de altura.
Hoy también parece observarlo todo desde lejos. Nunca desde arriba, pero sí con la sabiduría de la distancia. Como si el medio no lo hubiera tocado con su frivolidad y su superposición del 'yo'. "Tengo un lugar ni muy arriba, ni muy abajo. Estoy en paz. Lo mejor es que me siento muy respetado".
(Foto: David Fernández).
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Todos los jueves.
José Novoa nunca se da vuelta si lo llaman José. Es Pepe desde septiembre de 1937, cuando la española Dosinda lo alumbró en Rosario. Tiene 81 años y la contradicción de la felicidad propia (ante el estreno de Gente feliz, comedia que protagoniza) contrastada con la angustia ajena. "Me entristece mucho ver a tantas personas en la calle. No es lógico que duerman en los halls de los teatros. Buscan refugio en las marquesinas y no es justo. O yo estaba ciego o nunca vi a tantos en situación de calle. No puedo estar contento si el de al lado la pasa mal".
No abundan las entrevistas al hombre que atesora un premio Podestá a la trayectoria y estatuillas María Guerrero y Florencio Sánchez como mejor actor. Será que en siete décadas de trayectoria se encargó de priorizar el trabajo y no la contratación de un agente de prensa. Sutiles diferencias entre disfrutar más la vocación que del marketing de ella.
Hace medio siglo probó suerte en Perú. Ofertas televisivas y teatrales en Lima lo llevaron a pensar en una carrera lejos de la patria. Después llegó el turno del trabajo actoral en Madrid. Volvió en 1965 decidido a echar raíces acá. Más tarde, la dictadura, las listas, la prohibición de trabajar en algunas provincias. "No atravesé situaciones de riesgo como otros compañeros que la pasaban mal, no aparecía en el listado de gente a decapitar, pero no podía viajar a ciertos lugares a hacer teatro", evoca. "Y sobrevino el incendio del Picadero...".
Pepe Novoa, cuatro décadas atrás.
Detenerse en ese capítulo le genera tanta tristeza como orgullo. Miembro de Teatro Abierto, un ciclo que se enfrentó a la dictadura militar, Novoa fue testigo de las cenizas de aquella sala del pasaje Rauch (hoy Santos Discépolo). Fue en 1981. Una bomba destruyó el interior del "templo". "Había terminado la función de La oca, de Carlos Pais. Recuerdo que llovía y me llamaron a casa para avisar. Salí corriendo y nos reunimos en el café de la esquina para ver cómo se salía. Y salimos. Fue como echarle nafta al fuego, porque ese hecho provocó mayor apoyo del pueblo. Dijimos: 'A buscar otros teatros'. Y pasamos a hacer funciones en el Tabarís. Gente como Guillermo Bredeston o Carlos Rotemberg nos dieron un gran espaldarazo".
Ex presidente de la Asociación Argentina de Actores, su línea de tiempo actoral está atravesada por textos de Shakespeare, Harold Pinter, Ibsen, Gorostiza, Molière y productos televisivos como El amor tiene cara de mujer o Matrimonios y algo más. No prejuzga, no desprecia géneros ni ofertas. Tal vez porque tiene una idea sagrada de la cultura del trabajo: "De joven llegué a vender fruta en la calle con un carrito, junto a un amigo pianista. Comprábamos mandarinas en el Mercado Dorrego y las ofrecíamos por lo que hoy es Las Cañitas. También tuve una librería y una vinería", se ríe.
"Vengo de padres españoles, inmigrantes de Orense, que pusieron el hombro. Un padre jornalero y estibador de puerto, Paco, y una madre que pelaba chanchos allá y en Buenos Aires peinaba cabezas. Puso una peluquería. Toda su vida cortó pelo e hizo permanentes. Su sueldo era mejor que el de él. Ella quería que yo fuera actor, no por el arte en sí, sino para que saliera de la calle. Lo logró y me mandó al instituto a los seis", se emociona. "Mamá, que en la peluquería veía tantas revistas, creía que ser actor era ser rico. Rico no fui. Su otro sueño lo cumplí".
Pepe y su hija Laura.
Las fotos sepia podrán mostrarlo distinto, pero en algo no cambió: las cejas gruesísimas. Hincha de San Lorenzo, tanguero, casado desde hace 55 años con Elena, a quien conoció en una clase de Augusto Fernándes, disfruta de tres hijos (entre ellas Laura, la actriz, además de un psicólogo-actor y una psicóloga) y cuatro nietos. Colecciona plantas en el balcón y la terraza de su casa de Belgrano. “Tengo albahaca para mis tucos, menta para el té. Hasta un limonero y un mandarinero. Me gusta el acto de recargarlas y estimularlas. Me conecta con la vida”, admite.
-¿A los 81 tiene sueños chiquitos o sigue soñando a lo grande?
-Pasa que querer ser actor es una ambición muy grande y yo ya tuve esa gran ambición. Ser actor permite que, sin bajar línea, invites a una sociedad a repensarse. Aunque los actores nos creemos que estamos educando al público y es el público el que nos educa a nosotros. Sin ellos no hay pacto teatral. Yo siempre disfruté de las pequeñas cosas, antes andaba mucho en bicicleta y ahora es tiempo de disfrutar de ver a los otros andar. Tengo mis miedos hoy...
-¿Qué miedos?
-El trabajo me mantiene el espíritu alto. Pero soy consciente de que no soy Matusalén. Yo creo realmente que éste (Gente feliz) es uno de mis últimos trabajos. Y está bien. Tener trabajo hoy ya es un éxito y tenerlo en la calle Corrientes, doble éxito.
Gente feliz
Novoa protagonizará la comedia de José María Muscari que estrena en abril, en el Multiteatro. Con Cecilia Dopazo, Laura Esquivel, Alejandro Fiore, María Leal, Patricia Palmer, Gastón Soffritti y Manuel Vicente. “La historia de una gran familia y una reunión que desata intereses cruzados”, adelanta Pepe. “Encarno a un bisabuelo, Carmelo, pareja de Leal”.
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