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Los líderes de la crispación aspiran a gobernar degradando la vida pública Papeletas en el interior de una urnas en un colegio electoral de Barcelona. Albert García
El Ministerio del Interior pondrá en marcha el 1 de abril una unidad policial para prevenir que eventuales ataques cibernéticos y propagación de noticias falsas puedan influir en los próximos procesos electorales. Estos esfuerzos para impedir la acción corrosiva de las mentiras sobre las instituciones democráticas contrastan con el hecho de que sean algunos de los propios líderes políticos que aspiran a gobernarlas los que, entregados a la estrategia de la crispación, las estén creando y propalando, sumando a los ataques exteriores los que ellos perpetran desde dentro. La degradación de las campañas electorales en jornadas de impunidad para el insulto y la descalificación, y ahora también para la mentira, viene de lejos. Pero la consolidación de una práctica aberrante, que el inicio oficial de la campaña puede llevar al paroxismo, no es un argumento para la resignación.
Ni en campaña ni fuera de ella puede un líder político arrogarse frente a otros el monopolio de la democracia, el amor a la patria o el sentido común. Entre otras razones porque, como han demostrado las primarias de un partido que se decía decidido a regenerar la vida política, la exhibición farisaica de la virtud está fatalmente condenada a convertirse en ocultación del propio vicio. Pero menos aún que apropiarse de principios éticos o morales pueden los líderes que apuestan por la crispación decidir quién cumple o incumple la Constitución. Al hacerlo, no solo usurpan con triviales fines de propaganda funciones trascendentales que corresponden a los tribunales, en particular, al único Tribunal que es su intérprete legítimo, sino que, además, perpetran una apropiación política indebida: convierten la Constitución de todos en un programa electoral de partido, interponiendo contra ella una encubierta enmienda a la totalidad cada vez que se proclaman sus exclusivos defensores.
Mentir con premeditación para obtener el voto en campaña, achacando a los adversarios hechos o intenciones a sabiendas de su falsedad, dice mucho de las convicciones últimas de los líderes que consideran justificado este recurso con solo invocar causas superiores como la unidad de España o la supuesta necesidad de derrocar a representantes electos que ellos mismos declaran intrusos o traidores, erigiéndose nuevamente en jueces y parte. Pero dice más todavía de la consideración que les merecen los ciudadanos y su voto, al preferir reclamárselo excitando la indignación antes que apelando a la responsabilidad. Ese país exasperado que los líderes de la crispación aspiran a gobernar con una estrategia que degrada la vida pública, no solo la política, y que provoca tensiones innecesarias en el sistema institucional, no es el país que existe, sino el que están decididos a crear fomentando la división interna y la insidia contra el adversario, y declarando obligatorios valores que en democracia no lo son.
El país que existe es, por el contrario, el mismo que derrotó al terrorismo preservando sus instituciones desde una unidad que los líderes de la crispación harían hoy imposible, que afrontó el mayor atentado yihadista en Europa sin recurrir a expresiones de xenofobia como las de sus aliados, que reforzó generosamente las redes de solidaridad frente a una recesión devastadora solo combatida con cálculos abstractos, y también el que asume la igualdad reclamada por las mujeres como el principio que debe regir para todos. Ese es el país a cuyos ciudadanos los líderes de la crispación pedirán el voto, y ese es el país que parecen dispuestos a impugnar recurriendo a la mentira como método y al fanatismo de los partidos ultranacionalistas como excusa. Un país en el que, sin duda, queda mucho por hacer, pero un país en el que, también, es mucho lo que la crispación amenaza destruir.
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