El acuerdo sobre el calendario del Brexit alcanzado por los líderes europeos en la madrugada de ayer es mediocre. Y no precisamente porque sea cicatero con Londres, como enarbolaron Donald Trump y los ultraescépticos británicos, sino por lo contrario. Porque la generosidad europea, prorrogando hasta el 31 de octubre la prórroga anterior que acababa hoy o el 22 de mayo, no va acompañada de garantías.
¿Cuáles? Las suficientes para asegurar que una presencia tambaleante del Reino Unido en la Unión Europea —incluido el momento clave de toda democracia, las elecciones— no desestabilice y/o paralice su actividad normal. De hecho ya la ha obstaculizado, por la cantidad de energías que se han tenido que dedicar a este asunto, en detrimento de otras cuestiones más necesarias y urgentes. Pero todo es cuestión de grado, y el apaciguamiento valía la pena para obtener un acuerdo sin caos y ayudar al Reino Unido —un socio importante, más allá de su erróneo divorcio—, al menos a minimizar sus fatales efectos.
La prórroga no garantiza nada de esto. El único atenuante a este acuerdo, que no es ni carne ni pescado, estriba en que la alternativa podría haber desembocado en una situación también muy mala. No era excluible un Brexit a las bravas, algo que nadie sensato desea.
La debilidad del acuerdo de prórroga no se limita a su impacto negociador. Es evidente que, al ampliar el plazo, se reduce la presión a favor del pacto que hasta ahora pesaba sobre la primera ministra Theresa May y sobre toda la élite política británica.
Al dejar la partida en tablas provisionales, los europeos adquieren, aunque sea transitoriamente, parte de unas responsabilidades políticas —al menos, frente a la opinión pública— que objetivamente recaen en la ineptitud, el filibusterismo y el caos de la política británica. Y es evidente que la táctica de esperar y ver, que adquirió casi estado de naturaleza en la política económica frente a la Gran Recesión y las crisis de los socios más débiles, no suele dar resultados espectaculares.
En algunos casos, estos son lamentables. La prudencia, tan cara a la canciller Angela Merkel, amenaza con convertirse en indecisión, parálisis y ausencia de horizontes. En este caso ha originado ya la primera gran discrepancia interna en la UE que se ha producido durante los 33 meses de gestión de la pesadilla del Brexit.
Todo esto no es lo peor. Lo peor es que el aplazamiento contamina (aunque quizá no la contagie trágicamente) la vida comunitaria, las inminentes elecciones y las decisiones y proyectos que deben ser consecuencia de esos comicios. Es ridículo que unos ciudadanos a punto de marcharse de un club participen en el diseño de sus estrategias de futuro.
Las cláusulas de salvaguarda establecidas en el acuerdo para evitar esos males son demasiado frágiles, porque los parlamentarios británicos serían legalmente elegidos por un cuatrienio, no por cinco meses, y aunque se lograse forzar un apaño normativo para evitar su continuidad tras el acuerdo de salida, no está descartado que la maniobra no ocasione litigios políticos y jurídicos. Lo mismo sucede con la participación de Londres en la elección de los nuevos cargos comunitarios. Aunque se comprometa a extremar la lealtad que obliga por igual a todos los Estados miembros, ese compromiso será difícilmente exigible.
Los precedentes son malos. El bochornoso debate parlamentario en el que Westminster pidió seguridades a los europeos por si incumplían el Acuerdo de Retirada (y no a ellos mismos) es inquietante. Por no hablar del efecto sobre muchas decisiones urgentes que siguen pendientes en política exterior (Venezuela, relaciones con China, Rusia). Ya hay constancia de que, en este ámbito, las lógicas discrepancias nacionales se traducen en ocasiones en claras presiones sobre otros asuntos. En definitiva, la prórroga quizá no sea la solución más negativa posible, pero, desde luego, no puede suscitar ni aplauso ni entusiasmo.
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