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Acudir hoy a votar no solo es un derecho, sino la expresión del sentido de responsabilidad ciudadana Papeletas electorales para las elecciones generales de distintas formaciones políticas. Jesús Diges (EFE)
Las elecciones generales que se celebran este domingo pondrán fin a una legislatura breve y convulsa, consecuencia de una repetición de la convocatoria de 2015 tras la imposibilidad de alcanzar el respaldo del Parlamento para un candidato a la presidencia del Ejecutivo. En estas circunstancias, acudir hoy a votar no constituye sólo el ejercicio del principal derecho de los ciudadanos, sino también la manifestación de una responsabilidad a la que ni electores ni electos deberían sustraerse.
El Parlamento que salga de esta jornada, no importa lo diverso y fragmentado que pueda resultar, será la expresión de una concreta voluntad ciudadana a partir de la cual los grupos están inexcusablemente obligados a conformar una mayoría de Gobierno para la legislatura y no sólo para la investidura, prolongando la inestabilidad.
Desde el punto de vista constitucional, nada impide la maniobra de convertir la confianza que las Cámaras deben conceder a un candidato en un mero trámite. Es posible privarlo de su sentido institucional más profundo, es decir, obtener el respaldo mayoritario de los representantes de la soberanía popular a un programa de acción para cuatro años, y convertirlo en una mera investidura. Pero desde el punto de vista político, separar investidura y pacto de legislatura desencadena un género de dificultades que, como se ha podido constatar durante la legislatura que concluye, aboca a utilizar procedimientos extraordinarios para la gobernación ordinaria, genera crispación entre los partidos, frustración e incertidumbre entre los ciudadanos y, en definitiva, una sensación de fracaso que se imputa al sistema de convivencia y no a las acciones políticas desarrolladas a su amparo.
La virulencia del discurso público durante la campaña y la larga precampaña que ahora concluyen no debería ocultar que la realidad es exactamente la contraria. El sistema establecido por la Constitución está intacto y plenamente operativo para seguir cumpliendo con su función, como también lo están los instrumentos de los que dispone para hacer frente a la superposición de múltiples crisis que padece el país. Para empezar, el instrumento de relegitimarse mediante el voto al que todos los ciudadanos están convocados en esta jornada. Pero además, el instrumento del pacto político entre representantes electos, que en un Parlamento surgido de la voluntad democrática no puede ser cuestionado ni acotado por líneas de ningún color, salvo las establecidas en razón del programa sobre el que se articule ese acuerdo.
El nuevo Parlamento tendrá que conformar una mayoría para la legislatura y no solo para la investidura
La crisis territorial provocada por el secesionismo ha ocupado un espacio central durante la campaña, con unos acentos agónicos que han impedido abordar la solución desde el consenso y no desde una estéril competencia por demostrar más indignación. Seguir enfrentándose a voz en grito por lo que no puede ser debería dejar paso a un compromiso político en torno a lo que debe hacerse. Las instituciones establecidas por la Constitución de 1978 han demostrado sobrada capacidad para hacer frente a cualquier amenaza política perpetrada por quienes se sitúan deliberadamente fuera de ellas, y de ahí que resulte un contrasentido poner entre paréntesis los principios en los que se fundamentan. No es el sistema político el que requiere en primera instancia rectificación, sino la política seguida hasta ahora en el interior del sistema.
Una política que, por lo demás, va más allá de la crisis territorial, y que, secuestrada por la crispación, ha faltado al deber de acordar y adoptar iniciativas en ámbitos que afectan directamente al bienestar de los ciudadanos. El desempleo entre los jóvenes es una realidad cruel, sólo comparable a la que, de seguir instalados en la inacción y la demagogia, afectará a quienes han llegado al final de una vida de trabajo y confían en que el sistema público de pensiones garantice el derecho que se han ganado. Tampoco los ciudadanos que se encuentran entre ambas situaciones afrontan una realidad libre de dificultades. La precariedad laboral ahonda la desigualdad aproximándola hasta los límites de la pobreza y hace que el crecimiento se convierta en objetivo, no en la condición para avanzar en la cohesión social y la mejora de los servicios públicos, como debería implicar un crecimiento inclusivo.
Esa política pendiente de rectificación no puede seguir ajena, por último, a cuanto sucede más allá de nuestras fronteras. No en relación a un proyecto que, como el de la Europa unida, es un motivo de orgullo por la solidez del camino recorrido en más de medio siglo de integración, como demuestran las dificultades que están encontrando los partidarios del Brexit. Tampoco en lo que se refiere a un fenómeno como el cambio climático, que se cierne sobre las condiciones básicas requeridas por una existencia humana digna de ese nombre. La solución a estos problemas que pueden parecer lejanos exige, sin embargo, idéntico compromiso que la que requieren los más próximos: reconocerse dueño y a la vez responsable del propio futuro, respondiendo masivamente como ciudadanos a esta decisiva llamada a las urnas.
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