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OPINIÓN i
A muchos sorprendió la elección de Solskjaer, pero el club optó por una persona de gestión humana antes que un líder por imposición Ole Gunnar Solskjaer tras un partido del United. ANDREW BOYERS Reuters
Sir Alex Ferguson solía planear por adelantado los once titulares de los dos o tres siguientes partidos del calendario. Basándose en el rival, el momento del equipo o las cargas de los futbolistas. Y luego se encargaba de comunicárnoslo uno a uno a los jugadores del Manchester United para mantenernos motivados de cara a nuestra próxima cita con el equipo. Siempre cumplía con su palabra. Pero a mí, de entrada, me chocó esa forma de mantener enchufado al vestuario. “Vas a jugar dentro de tres encuentros”, me avisó un día el míster. “¿Y si los que juegan en mi posición meten dos hat-tricks seguidos?”, le reté con mi rebelde ingenuidad. “Bueno, ese es mi problema. Ya lo gestionaré yo”, me respondió esbozando una sonrisa.
Ole Gunnar Solskjaer aceptaba esas rotaciones de buen grado, alternándose sin rechistar con nombres de la talla de Cantona, Sheringham, Cole, Yorke o Van Nistelrooy. Ya como futbolista demostraba ese talante de hombre de club. Nunca antepuso su ego o tuvo rabietas por no jugar a pesar de ser un goleador puro, el héroe de la final europea del 99 con aquel gol en el descuento que selló la remontada contra el Bayern Múnich minutos después de salir del banquillo.
Y ese talante fue precisamente lo que buscó el Manchester United cuando tomó la decisión de hacer un cambio en el banquillo para alterar la dinámica del equipo. A muchos sorprendió la elección de Solskjaer, pero el club optó por una persona de gestión humana antes que un líder por imposición. Un hombre con vocación de servicio por encima de sus propios intereses, aceptando el carácter interino de su trabajo, que cediera el protagonismo a los futbolistas, dándoles libertad para dar rienda suelta a su talento, y también un ídolo de la grada que transmitiera calma a la afición.
Ese perfil de líder tranquilo y carismático encaja en un club como el Manchester United, una máquina de merchandising brutal donde las estrellas, sus principales activos, son los jugadores. Porque la camiseta del entrenador no está a la venta en el escaparate. Cuando llegué al Manchester United en 1996 ya me pareció un club de otra galaxia, con un impacto global enorme que hoy en día se ha sobredimensionado gracias a la exposición mediática, a veces excesiva, que han traído consigo la era digital y las redes sociales. Este nuevo contexto ha alterado irremediablemente la relación entre un entrenador y el vestuario, especialmente en los grandes clubes, donde la gestión de egos se ha impuesto a la pizarra en el orden de prioridades.
La plantilla que yo me encontré a mediados de los 90 era muy joven, con una clase del 92 emergente, el contexto ideal a mis 21 años para seguir formándome como futbolista. Pero me costó la adaptación a la ciudad y también a la cultura de la Premier, cuando la comparación entre el fútbol español y el inglés era como el día y la noche. Si Roy Keane hacía uno de sus tackles, todo un estadio se ponía en pie; mientras yo me levantaba emocionado por un buen regate de Giggs, me sentía totalmente descompasado.
La frontera entre ambas maneras de entender este deporte se ha disipado hoy en día, pero en Old Trafford veremos rasgos de esas dos identidades cuando el Barça, con un juego de combinación cultivado durante muchos años, se cruce con un Manchester United cuyo peligro reside en el potencial físico, tanto a balón parado como en las transiciones rápidas si son capaces de cerrar espacios y provocar pérdidas de balón en el medio campo. Una cosa estará clara: los 11 jugadores que disputarán ese partido tienen sus cartas marcadas hace tiempo por Solskjaer, el alumno aventajado del man management de Ferguson que mejor aprendió a sacar partido a las rotaciones del míster.
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