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La secuencia de derrotas desde Berlín 2015 es tan sangrante que demanda una autocrítica inmediata Mess, tras la derrota del Barcelona en Anfield ante el Liverpool. PAUL ELLIS AFP
Habrá un antes y después de Anfield. La secuencia de derrotas del Barcelona desde Berlín 2015 es tan sangrante que demanda una autocrítica inmediata, la más profunda de las reflexiones y la intervención decidida de una directiva cuyo mandato acaba en 2021, el mismo año en que finaliza el contrato de Messi, hoy tan aturdido como el presidente del Barcelona. No se sabe muy bien cómo procederá Bartomeu después que resolviera la última crisis con la convocatoria de unas elecciones que le llevaron a la reelección por ganar el triplete ante la Juventus.
El Barça quiso encontrar en el tridente la fórmula del éxito y desde entonces solo ha encadenado estrepitosos resultados en escenarios tan distintos como Madrid, París, Turín, Roma o Liverpool. La sustitución de Neymar desde su huida al PSG se ha convertido en una cuestión obsesiva y fallida en Europa. La política deportiva se ha centrado en los jugadores más que en el fútbol hasta que la miserable caída de Liverpool ha remitido a las crueles escenas que se daban por olvidadas de Sevilla o Atenas. El fin no justifica los medios ni siquiera cuando se tiene a Messi.
No ha habido más consigna que la de contentar al 10 sin percibir que aquello que le conviene a Messi no es necesariamente lo mejor para el Barça. El barcelonismo es víctima de un engaño fabricado desde el mismo Camp Nou: nada debería ser más fácil en la vida que ganar cada temporada la Champions con el delantero de Rosario. Ofuscados con Messi, se ha sacrificado la identidad colectiva por la individual, un clásico en el Barcelona. No vale con cualquier entrenador y no alcanza tampoco con acertar con los futbolistas que le vienen bien al 10.
No hay nada peor que un equipo sometido a los jugadores, incluso cuando el líder se llama Messi, el capitán que tocó a rebato desde que se puso el brazalete en la presentación de la temporada con aquella declaración que el barcelonismo asumió como un dogma de fe: “Vamos a por esa copa tan linda y deseada” que es la Champions. No es que Messi haya engañado a la gente sino que la conquista del torneo no depende tampoco exclusivamente del apetito del número 10. Messi debería ser el punto final y no el origen del fútbol Barça.
El argentino no es nadie si el equipo no recupera la pelota, extraviada por culpa ajena y sobre todo propia, después de que la evolución del estilo haya degenerado en una involución resumida en una soflama: no se trata de jugar a fútbol sino de ganar la Champions, igual que ocurría antes de la conquista de Wembley- 1992, cuando se imponía borrar los cinco postes de Berna y los cuatro penaltis fallados de Sevilla. Así que no se trata de gestionar sino de ser protagonistas para salir de la confusión generalizada que hoy paraliza al Barcelona.
No sirve cualquier futbolista, ni entrenador ni presidente para manejar el Barça. Los distintos estamentos han quedado señalados por la derrota brutal de Anfield. El presidente solo busca dinero para pagar la nómina del equipo de Messi, los futbolistas se han endiosado tanto que han roto el vínculo afectivo con la hinchada y el entrenador se confunde con un asistente de campo cuando se decide la Champions. El Barça es hoy un club y un equipo sobrevalorados por la propaganda, tan esclavo del reto continental que desmerece hasta la conquista de la Liga y la Copa.
Nada vale la pena si no se conquista Europa. No habrá por tanto remedio a tanta frustración si no se corrige el mensaje antes de la próxima Champions. El equipo envejece mal, excesivamente egoísta y confiado en su oficio, retratado en el 4-0, imagen de la desidia y motivo de befa incluso para Luis Suárez, que no marca en cancha contraria europea desde septiembre de 2015 en Roma. Y tampoco se corrigió el entrenador, que leyó mal el partido y el resultado del Camp Nou: entendió que para la vuelta valía el mismo plan de la ida sin reparar en la fortaleza del Liverpool.
Ernesto Valverde, durante el partido del Barcelona en Anfield. PAUL ELLIS AFP
Ya se dio la misma situación el año pasado en Roma. Valverde se ha creído también que su equipo controla y puede defender en su área sin balón incluso en Anfield. Las victorias diarias esconden los defectos hasta la derrota definitiva de Roma o Liverpool. El equipo no tiene sentido si no gana porque ha perdido capacidad de seducción, no siente ni transmite, hipotecado por una planificación que incluye fichajes sin sentido (Boateng y Murillo) o caprichosos como el de Coutinho.
No es un problema coyuntural sino estructural que no se soluciona solo con el fichaje de De Jong y puede que también el de Griezmann. El desplome de Anfield no tiene perdón y exige el replanteamiento de la idea de fútbol del Barça. El equipo necesita un entrenador para entrenar, unos jugadores para jugar y un presidente para presidir después de certificar que el resultadismo no sirve para reconquistar Europa. Aunque a Messi no le falta de nada, el Barça echa de menos una nueva Champions. No tiene más consuelo que el saber que tampoco la ganará el Madrid.
Vuelven los viejos tiempos al Camp Nou. Los mercaderes le quitaron la pelota y ahora se la devuelven reventada para ver qué se puede hacer para acabar con la quimera de la Champions.
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