Levanté la mano para pedir la cuenta y me repetí que eran las últimas tres porciones de pizza del año. El mes pasado me había dicho lo mismo. Lo bueno de las promesas que me hago a mí mismo es que las puedo incumplir en silencio. El dueño del bar, pizza, café, se acercó a mi mesa antes que el mozo, y me ofreció un extraño arreglo: -Si escucha mi historia, sólo debe dejar la propina.
-Se supone que es al revés: debería pagarle, si usted acepta, con uno de mis cuentos.
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De lunes a viernes por la tarde.
-Tómelo si quiere como un impulso, para que siga escribiendo. Pero hoy mi trato es que me escuche.
Lo invité con un gesto a tomar asiento. Pidió dos cafés, y aproveché para dejarle la propina en la mano al mozo.
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“Hace muchos años -comenzó el dueño-, yo intenté su oficio. En rigor, la crónica cotidiana. Publiqué aquí y acullá, revistas barriales, medios de asociaciones, algo en el boletín de los gastronómicos. Era más un gusto que un trabajo, pero mucho más profesional que un hobby. Un caso policial resonante, una carrera intensa de caballos, el casamiento de una pareja célebre, eran mis temas aleatorios. Cierta media mañana en Parque Saavedra me sorprendió, en la última mesa de un bar, lejos de la ventana, una reunión de personas altas. De gran estatura. Oscilaban entre el metro noventa y cinco, y más de dos metros. No eran necesariamente gigantes. Hay una diferencia, incluso simbólica, entre una persona muy alta y un gigante. Eran tres mujeres y cuatro hombres. Por un instante pensé en un equipo de básquet. Pero por entonces no existía ninguna posibilidad de un equipo mixto. Me senté cerca y, mientras fingía que leía el diario, apunté toda mi capacidad auditiva en esa dirección. Era una convención de personas altas. Discutían sus problemas, sus inconvenientes, sus anhelos. Una de las mujeres llamó en particular mi atención. Se llamaba Alelí, y era hermosa. Ya sé lo que estará pensando: yo soy más bien bajo. No para que me llamen petiso, ni mucho menos un enano. Pero sí de estatura media tirando a baja. Alelí, en su alocución, confesó problemas con su marido.
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Él no convalidaba la reunión. De hecho, se habían peleado precisamente por eso antes de que ella saliera. Los demás asintieron: habían preferido ocultarles a sus parejas el cónclave.
No se habían juntado por un aviso en el diario convocando personas altas, o como integrantes de alguna organización afín: simplemente, a lo largo de sus vidas, incidentalmente, habían coincidido en distintos espacios, compartido alguna preocupación, y finalmente tramado aquella convención informal, desde hacía cinco años, primero seis personas altas, luego siete; y si cuajaba, que se sumaran los que fueran llegando. Siempre espontáneamente, con invitaciones ocasionales, consensuando entre todos la incorporación de un nuevo miembro al grupo. Habían cambiado de parejas, claro, cuatro de ellos, según pasaban los años, pero no interrumpido la confidencialidad de los encuentros. Cuando se dispersaron, por la avenida Maipú abordé a Alelí con la verdad: yo era un periodista, me había sentido inmediatamente atraído por aquella asamblea en las alturas, y quería escribir una nota al respecto. Por supuesto, le juré, no descubriría nombres. Solo motivos, temas, y circunstancias interesantes. Ni siquiera mencionaría el barrio. Alelí lo tomó con calma; me dijo que jamás, ni ella ni ninguno del grupo, haría pública, siquiera bajo nombre falso, la existencia de la convención. De inmediato acoté que me alcanzaba con haberla conocido para considerar ganado el día, aunque no pudiera escribir al respecto. Cuando ella sonrió, la invité a tomar un café. Yo por entonces era dueño de otro bolichito, medio decadente, en la avenida San Juan, y no le advertí que era mío. La sorprendí al final confesándole que era el dueño: como verás, sonreí, sé guardar secretos. Le pedí por favor que se sintiera invitada a futuro: una ensalada, desayunar, cerveza, el whisky de su preferencia. La cuenta siempre sería a mi cargo. Una semana más tarde, apareció. Tal como había instruido, el cajero me llamó. La saludé como al pasar. ‘Me separé’, fue lo primero que me dijo, revolviendo sin urgencia el submarino. Yo tenía un despacho en el entrepiso y la invité a subir. La cabeza le rozaba el techo, pero nos acostamos. A la semana, me separé también yo. Pero cuando la invité al cine, Alelí replicó que no quería que nos vieran juntos. La fui a visitar a la casa y le pregunté por qué. ‘Miranos’, me dijo señalándonos, desnudos, en el espejo. ‘Haríamos el ridículo’. ‘Me importa un pimiento -porfié-. Nos queremos’”.
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-¿Y eso qué tiene que ver? -argumentó Alelí-. No te digo que dejemos de querernos. Ni siquiera que dejemos de vernos. Sólo no quiero que nos vean.
-Perfecto- dije.
“Pero una cosa es hablar en caliente, desnudos; y otra muy distinta transcurrir los días, ella saliendo por su cuenta; yo esperándola, temiendo por nuestro amor. Disfrutamos un año; pero llegó el día de la convención y sentí celos. Tan acuciantes, que a su regreso le puse condiciones: o éramos una pareja expuesta, como cualquiera, o prefería distanciarme. Alelí me recordó que cometía un error, pero aceptó: no me quería perder. Nos fuimos a vivir a Paraguay: yo tenía allí una inversión que comenzaba a funcionar. En el andar de las noches, algo se deterioró dentro mío. No me preocupaba nuestra imagen pública, de hecho nos casamos en Paraguay; pero en la intimidad, en el espejo, yo me sentía cada vez más ridículo, como ella había anticipado que ocurriría en la calle. Mi cuerpo no estaba preparado para el de ella. No conveníamos. ¿Por qué durante un año sí? El deseo me obnubiló. Pero ya en el trasiego de la frecuencia, la letanía de los días, descubrí el paso en falso que había dado. Pronto ya no pude estar a la altura, con perdón de la expresión. Ella fue la que se quedó en Paraguay, qué paradoja, con mi local de allá y con la casa; correspondía”.
Lo miré perplejo: era como si me hubieran contado un nuevo viaje de Gulliver, con la ventaja de que no pretendía las moralejas que tanto me habían irritado en los originales de Swift. Una historia de amor en la tierra de las personas altas. Pero me estaba levantando para irme cuando entró una mujer que no podía medir menos de dos metros, bastante más joven que mi anfitrión, y lo besó jugosamente en la boca: -Esperame un minuto, mi amor -le dijo el dueño a la muchacha-. Estoy terminando de hablar con el señor.
Ella ocupó una mesa en diagonal a la nuestra, y abrió una notebook.
-No ponga esa cara de sorprendido -me amonestó mi interlocutor-. Fue amor a primera vista. Desde que pasó lo de Alelí, yo crecí mucho.