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Ambos países deben celebrar juntos las efemérides que llegan El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en Palacio Nacional, en Ciudad de México (México) el pasado 28 de marzo. José Méndez EFE
El estruendo que ha ocasionado en ambos lados del Atlántico la invitación al Rey de España del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), a que nuestro país pida perdón por los atropellos de la conquista pone de manifiesto al menos tres anomalías de las que ni un Estado ni otro pueden sentirse especialmente orgullosos.
La primera es que España, colectivamente, no ha reflexionado a fondo sobre los sufrimientos causados durante la conquista, y que quizá por ello desconoce o minusvalora la intensidad de esos sentimientos en muchos ciudadanos americanos. Que sea evidente, y en esto coinciden historiadores de ambas orillas, que el actual Estado español —que no existía como tal— no es el que cometió los actos de brutalidad en una nación —que tampoco era la República mexicana actual— no borra por ensalmo su presencia en la historia.
En esa línea, considerar, como ha expresado el líder del PP, Pablo Casado, que la llegada de los españoles a América supone el momento más brillante de la historia de la humanidad, escamoteando los enormes costos humanos causados por ella, o juzgar que la carta de AMLO al Rey supone “una afrenta a España”, muestra la ligereza con la que se aborda el asunto desde ciertos sectores en España, lo que tiene su importancia porque en algún momento volverán a gobernar y deberán enfrentarse a esas sensibilidades distintas. La reacción del Ejecutivo socialista de “rechazar con firmeza” la petición del mandatario mexicano revela la dificultad política y el estrecho margen de maniobra de cualquier Gobierno español en este tema.
La segunda anomalía la encarna el propio AMLO. El presidente ha utilizado, con oportunismo, un sentimiento innegable de parte de sus compatriotas para hacer política a favor propio. Si su objetivo hubiese sido lograr un consenso con vistas a la doble celebración en 2021 (bicentenario de la independencia de México y 500 años de la caída de Tenochtitlan a manos de Hernán Cortés), habría mantenido sin estridencias, de forma reservada, el diálogo que ya había abierto con el Gobierno español.
A estos comportamientos, en México y en España, se suma la torpeza del procedimiento y el pésimo momento elegido para darlo a conocer, en plena precampaña electoral española. Resulta por ello lamentable que se emborrone de esta manera una iniciativa, la de conmemorar conjuntamente estas efemérides, no solo dignas de consideración, sino absolutamente imprescindibles para cimentar el sentimiento de pertenencia de dos naciones unidas por un idioma compartido y unos lazos sentimentales profundos.
La toma de Tenochtitlan concentra, en el imaginario colectivo mexicano, el conjunto de crímenes cometidos durante la conquista, así como la humillación y sojuzgamiento de los pueblos originarios de México. España haría mal en ignorar esos sentimientos. Los tiempos han cambiado y en todo el mundo, desde hace unos pocos años, el dolor de las víctimas y la empatía con sus descendientes están logrando el merecimiento que el tiempo y las circunstancias les negaron.
Urge por ello iniciar un acercamiento, un camino y una reflexión que permitan superar para siempre la anomalía histórica que suponen estos resentimientos mutuos. Los pueblos originarios de México son las verdaderas víctimas, también del propio Estado mexicano surgido de la independencia, especialmente en el siglo XIX, como denunció el premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa en Córdoba (Argentina), en la inauguración del Congreso de la Lengua, cuando afirmó que la carta dirigida por AMLO al Rey debería habérsela enviado a él mismo. A ellos, a los pueblos indígenas, se les debe la petición de perdón. El objetivo no puede ser otro que la reconciliación de todos, para lo que se deben empeñar los mejores esfuerzos. Es cierto que ese arduo camino no podía haber empezado más calamitosamente: con una polémica divisiva. Pero en los dos años que faltan, México y España —y especialmente sus representantes— deben demostrar que están a la altura de lo que la historia y los ciudadanos esperan de ellos.
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