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El aumento de temperaturas obliga a un drástico cambio de políticas Embalse de Entrepeñas (Guadalajara). Jaime Villanueva
El calentamiento global tiene consecuencias no solo mensurables, sino también perceptibles a escala individual. Acabamos de dejar atrás un invierno anómalo, en el que hemos alcanzado la temperatura media diurna más alta desde que se tienen registros: casi dos grados por encima del valor normal. La nocturna, en cambio, ha sido medio grado más baja, lo que ha aumentado la amplitud térmica. La falta de lluvias y la escasa nieve caída nos abocan a una primavera y un verano con menos recursos hídricos, calurosos y con alto riesgo de que se produzcan incendios forestales.
Lo grave de esta situación es que este invierno tan cálido no puede considerarse una alteración puntual, una consecuencia de la variabilidad natural del clima. Forma parte de una tendencia consolidada de la que la Agencia Estatal de Meteorología tiene datos fiables y exhaustivos. Estos datos muestran que en los últimos 40 años el verano se ha alargado en España nada menos que cinco semanas: empieza antes, termina más tarde y hace más calor. La temperatura media del mar Mediterráneo ha subido 0,34 grados centígrados por década. Las temperaturas veraniegas se han extendido hacia junio y hacia septiembre un promedio de 9 días por década y nada indica que estemos en condiciones de frenar esta progresión porque la causa que la provoca sigue ahí y aumentando. Pese a los acuerdos de París que establecieron el compromiso de reducir los gases de efecto invernadero, las emisiones alcanzaron en 2018 un nuevo récord.
El calentamiento provoca una mayor evaporación. Como consecuencia de esto, España tiene ahora 30.000 kilómetros cuadrados más —una superficie equivalente a Galicia— de territorio semiárido que hace 50 años. El efecto arrastre de este aumento de las temperaturas provoca fenómenos adversos, como las noches tropicales, en las que la temperatura no baja de 20 grados, o el fenómeno isla de calor, que hace que las ciudades se hagan muchos días invivibles por la combinación de alta temperatura y la alta contaminación.
Los datos aportan una evidencia abrumadora para acelerar la transición energética y forzar el cambio de modelo productivo y de movilidad de manera que se puedan sustituir los combustibles fósiles responsables del calentamiento global por energías renovables. Esta es una transición que todos los países deben abordar, pero el nuestro parte de una situación peor por las erróneas políticas ambientales aplicadas en la última década por los Gobiernos de Mariano Rajoy. No solo no se adoptaron medidas ambiciosas para aprovechar nuestra excelente posición para captar la energía del sol y del viento, sino que lamentablemente se dieron pasos atrás, dificultando las inversiones en energía solar y penalizando incluso la generación de electricidad para autoconsumo. Es urgente una drástica corrección del rumbo, en la línea del Plan de Transición Energética propuesto por la ministra Teresa Ribera. Gane quien gane las próximas elecciones, la emergencia ambiental deberá ser una de las grandes prioridades del nuevo Gobierno porque los efectos del cambio climático tienen elevados costes que ya estamos pagando: provoca enfermedades evitables y muertes prematuras, desertifica y empobrece el país y afecta gravemente a la calidad de vida de los ciudadanos.
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