En las elecciones más reñidas en Israel desde hace una década, los primeros sondeos a pie de urna apuntan a un empate técnico. Tanto el primer ministro, Benjamín Netnayahu, como su rival centrista, el exgeneral Benny Gantz, obtendrían 36 de los 120 escaños del Parlamento, que quedaría muy frangementado entre otra decena de partidos, según los datos del Canal 13 de televisión. Otros dos emisoras asignaban en sus proyeccciones una ligera ventaja de dos escaños al al antiguo jefe del Estado Mayor del Ejñercito. La cañida de la afluencia a las urnas, casi tres puntos por debajo que en los comicios de 2015 podido influir en estos resultados.
“Salid del agua y votadme”, fue el mensaje que lanzó el primer ministro a los bañistas que sacaban partido de la semifestiva jornada electoral en una playa de Netanya, al norte de Tel Aviv. El líder del Likud prosiguió incansable su campaña hasta el último minuto. “Si queréis que sigamos gobernando el Likud y yo tenéis que ir a los colegios electorales antes de venir a la playa”, les recriminó, “o mañana os despertaréis con un primer ministro de izquierda”. Netanyahu, de 69 años, en el poder de forma ininterrumpida desde 2009, regresó a primera hora de la tarde a Jerusalén y reunió a su equipo de crisis electoral. Luego dio su habitual campanada de la jornada de votaciones para movilizar a los indecisos de la derecha. Si en 2015 la voz de alarma fue el mensaje de que los árabes estaban votando “en manadas” frente a la abstención de los judíos, esta vez el grito de aviso ha sido la predicción de un vuelco en favor del principal candidato de la oposición.
Los analistas aún no han determinado a quién pide perjudicar más la abstención, que en principio beneficiará al primer ministro. El exjefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, el teniente general Benny Gantz, de 59 años, no es el izquierdista que describe Netanyahu en sus mensajes de campaña del misma día de las votaciones, sino un centrista moderado, partidario de una negociación con los palestinos que apenas altere el statu quo de la ocupación, y poseedor de una cierta conciencia económica y social, frente al neoliberalismo que caracteriza al Likud.
Con las escuelas, fábricas y oficinas cerradas muchos israelíes se dirigieron hacia las playas en uno de los primeros días cálidos y soleados tras un invierno inusualmente largo en Oriente Próximo. La participación, que a las 18.00, cuatro horas antes del cierre de los colegios electorales, era del 52% de los 6,3 millones de electores censados, ha sido casi tres puntos inferior a la de las legislativas de 2015, en las que la tasa de afluencia a las urnas rozó el 72%.
En un fragmentado futuro Parlamento, con una docena de partidos disputándose el poder —la mayoría de ellos por debajo del 5% de los votos nacionales—-, y en el que las dos formaciones mayoritarias rondan el 25% de los sufragios, las combinaciones posibles para gobernar el país se convierten en toda una cábala. En la tierra de tradición mística judía, este arcano parece superar a todos los institutos demoscópicos, que se han curado en salud durante la campaña en sus cautelosas predicciones.
El bloque conservador, encabezado por el Likud de Netanyahu, congrega a media docena de partidos ultraderechistas, nacionalistas religiosos, colonos acérrimos defensores de la ocupación y píos ultraortodoxos. El bloque de centroizquierda, que ahora lidera la alianza centrista Azul y Blanco del exgeneral Gantz, agrupa a laboristas, una fuerza venida a menos que va encaminada a obtener la mitad de los escaños recibidos en 2015, y a la izquierda pacifista de Meretz, que no tiene garantizada su presencia en la Kneset al situarse al límite del abismo de las fuerzas extraparlamentarias. La oposición sionista de centroizquierda no aceptará en ningún caso formar gobierno con los partidos árabes —Haddas-Taal y Balad—, que cuestionan el carácter judío del Estado, pero sí puede aceptar su apoyo externo, sobre todo después de haber contribuido a bloquear una eventual investidura de Netanyahu. La tasa de participación en los municipios con mayoría de población árabe se situaba al filo del cierre de los colegios en mínimos históricos, según la prensa hebrea, tras alcanzar su máximo en 2015 con dos terceras partes de los censados.
Varios son los elementos desestabilizadores que comprometen la formación de Gobierno tras los comicios. La fragmentación de las coaliciones posibles apunta a que las exigencias de los partidos minoritarios se tornen disparatas, tanto en carteras como en presupuestos, muy por encima de su representación real. La alternativa, de la que nadie quiere hablar por ahora en Israel, es una gran coalición según el modelo alemán entre Netanyahu y Gantz.
La previsión de chantaje político continuado es particularmente creíble en el campo de la derecha, donde los partidos ultraortodoxos -–Unión por la Torá y el Judaísmo (judío askenazi) y Shas (sefardí u oriental)–- suelen succionar fondos para sus instituciones religiosas y centros educativos. El partido Israel, Nuestra Casa, liderado por el exministro de Defensa y Exteriores Avigdor Lieberman, defiende solo los intereses de la comunidad de origen ruso, laica pero ultraconservadora. La Unión de Partidos de Derecha, mientras tanto, en la que priman los colonos religiosos de Cisjordania, ha incorporado a la formación Fuerza Judía, heredera del partido racista Kach, proscrito hace tres décadas y caracterizado por la violencia hacia los palestinos que propugnaba su jefe de filas, el rabino Meir Kahane.
Si consigue superar el umbral mínimo del 3,25% de los sufragios, el partido Nueva Derecha ––codirigido por el ministro de Educación, Naftali Bennett, y la titular de Justicia, Ayelet Shaked, ambos antiguos dirigentes del Likud–- entrará sin reparos en la coalición gubernamental. Ese no es el caso de los centristas moderados y reformistas de Kulanu, cuyo líder, el ministro de Finanzas, Moshe Kahlon, puede oscilar entre el bloque conservador y el de centro izquierda, en función de las contrapartidas que obtenga a cambio de su apoyo.
Kahlon, procedente también del Likud, previsiblemente se inclinará por repetir si actual alianza con el Netanyahu. La gran incógnita es la del líder de Zehut, Moshe Feiglin. Como muchos otros profetas de la ultraderecha nacionalista judía, Feiglin comenzó predicando la construcción del tercer templo judío en la Explanada de las Mezquitas de la Ciudad Vieja de Jerusalén, tercer lugar más sagrado para los musulmanes. El retorno del judaísmo al lugar donde se erigieron los templos bíblicos es el emblema del mesianismo más radical en el campo nacionalista israelí.
El dirigente de Zehut se decantó después por un ultraliberalismo económico rayano en la supresión del Estado. Además de despenalizar el consumo de marihuana, ha exigido durante la campaña el ministerio de Finanzas como condiciones sine qua non para brindar su apoyo en la coalición gubernamental, que puede ser clave para la formación de Gobierno. La mitad de la población reconocer haber fumado derivados del cannabis al menos una vez en su vida pese a estar prohibido y sancionado.
A pesar de si evolución política, que se ha correspondido con cambios de indumentaria y de estilo de viuda, Feiglin se ha mantenido fiel a sus tesis anexionistas de todo el territorio de Cijsordania y también de la franja de Gaza, ya que ambos territorios pertenecen a la “Tierra de Israel que Dios entregó al pueblo judío”. Coincide en parte con la última promesa electoral de Netanyahu, centrada en aplicar la soberanía israelí a todos los asentamientos. En el programa de su partido, citado por el diario ‘Haaretz', se postula la cancelación de los Acuerdos de Oslo, que supusieron la creación de la Autoridad Palestina, y el ofrecimiento de “una retirada honorable” a los palestinos para que abandonen sus territorios a cambio de una comprensión económica. “Los jóvenes que me van a votar no son idiotas”, declaró el sábado al canal 12 de la televisión israelí el líder de Zehut. “Una nueva generación ha surgido en Israel que busca ante todo la libertad, y no solo para consumir cannabis”.