Ernesto Baldivieso, el ahora célebre profesor de Historia, llegó a Capital en los años’ 60, proveniente de una comarca apenas habitada de la Norpampa, pegado a la localidad de Noseconsigue, entre Ayala y aquel refugio de gringos y nórdicos, la Iuropa criolla. Contaba con el apoyo de la fortuna paterna, los campos bañados del costón mineral, ganadero y azucarero, de don Arquímedes Baldivieso; pero rindió los exámenes y concursó por la cátedra como cualquier otro docente: ganó en buena ley su puesto universitario. El departamentito de la calle Algarrobos era parte del pecunio familiar.
Nada destacable en los primeros años al frente del alumnado. Un profesor aplicado, desapercibido. Quizás su primera incursión en la notoriedad haya sido una ausencia: para la Noche de los Bastones largos, Baldivieso, aquejado de una poderosa gripe, no acudió al claustro. Mera casualidad. No lo bastonearon, no lo indagaron, no lo expulsaron, no fue condenado al exilio ni al ostracismo.
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Este desencuentro con la historia, paradójico en un profesor de la materia, lo volvió resentido: atisbaba con cierta envida a aquellos docentes que habían participado, como víctimas, de la noche, por lo oscura, perdurable. En una reacción simétricamente opuesta, se dio a apoyar la Revolución Argentina de la Morsa.
Con el correr de los meses, lamentablemente años, el dibujante Mambrú lo condenó a una viñeta de continuidad en el semanario de humor político Mamerto: El profesor distraído. Aunque el personaje nunca tuvo nombre ni apellido, ni un rostro semejante al de Baldivieso, en los corillos se sabía que el hombre de la Norpampa lo había inspirado.
El profesor distraído llegaba tarde a todos lados: a la Revolución Francesa, a la aparición de Adán, a la conversión del mono en hombre. Luego sacaba conclusiones diametralmente erradas. Era un plato. En algún momento se habló de incorporarlo a un sketch de La Pachanga, o llevarlo al cine; pero las autoridades del onganiato dieron a entender que mejor no saliera de la revista.
En mayo del ‘68, sin relación alguna con los disturbios de París, ni el clima de vértigo artístico y político argentino, ocurrió el despiporre: un borradorazo, las gamuzas con marco de madera utilizadas para borrar el pizarrón, arrojado sin otro objetivo que resolver una trifulca entre dos alumnos varones -aparentemente el motivo del enfrentamiento era una mujer llamada Helena-, dio de lleno, del lado duro, en la nuca del profesor Baldivieso. Cayó en coma, los alumnos no fueron procesados. Baldivieso despertó en el Hospital de Clínicas en 1970 creyéndose el Che Guevara. (Solo en la ficción se registra un antecedente comparable: el Rey Tut, villano del Batman de los ‘60; modesto profesor de Historia que acaba creyéndose Tutankamón).
Es cierto que, por el prolongado período de inactividad, su primer vistazo al espejo le reveló a un hombre inusualmente barbado; y a la postre se llamaba Ernesto. Pero son insuficientes estas razones para explicar sus primeras palabras en la vigilia luego de dos años de ausencia de la conciencia y el mundo circundante: “Dadme una escopeta y cambiaré el mundo”.
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Una lectura psicoanalítica, que no comparto, invita a pensar esta declaración como un remedo de la famosa frase del sabio griego, a la sazón homónimo de su padre; en rigor, una referencia directa a un padre a combatir. La considero una versión antojadiza.
Acto seguido recuperó su puesto junto al pizarrón, y saludó a su renovado plantel de estudiantes con el remanido: “Decíamos ayer...”.
A partir de entonces, impartió teorías guevaristas a repetición, a menudo sin ton ni son. La Historia pasó a ser un sucedáneo de lo que realmente importaba: la teoría revolucionaria como camino ineludible a la Revolución. Un profesor que había sido colega de Baldivieso, y que se había exiliado, él sí, en la Venezuela de Rafael Caldera, enterado de los desmanes de El profesor distraído, le envió una misiva privada que, por un desajuste del intermediario, llegó a conocerse y se publicó en Mamerto, como epígrafe de una viñeta del personaje: “Marx dijo alguna vez que los filósofos se habían dedicado a observar el mundo, pero que lo importante era transformarlo. Querido Baldivieso: continuemos observándolo”.
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Lejos de asumir la advertencia, Baldivieso la tomó como una afrenta. Fue luego de la publicación que efectivamente se hizo de una escopeta. ¿Por dónde comenzar la Revolución? Se había marchado del campo de su padre siendo casi un adolescente; no había tenido mayor contacto con las clases trabajadoras: iba y venía de la facultad caminando. En el primer tramo de su adultez, antes del borrador en la nuca, adherido a la Revolución Argentina de Onganía, no había sentido ninguna necesidad de intimar con el proletariado. Ahora, devenido el Che Guevara (no guevarista, sino el propio De La Serna), consideraba a los obreros “quietistas”; y sólo confiaba en soliviantar a los campesinos, como Mao y como la exitosa gesta de Sierra Maestra. De modo que con el fusil al hombro se marchó al campo de don Arquímedes, en Norpampa, sacando un boleto de ida sola para Ayala. Los peones tardaron en reconocerlo: no sabían de su largo sueño, ni de su nuevo rostro barbado. Mucho menos de su conversión guerrillera.
Los convocó a constituir un “foco”. Ante la negativa de los dos primeros peones, con su padre aún en la pulpería, mató al que estaba más cerca. Al segundo pretendió hacerlo marchar a un paso marcial que había diseñado y cavilado en la duermevela del ómnibus: por la ineficacia de su segundo “recluta”, también le descerrajó un tiro en la cabeza.
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Cuando el padre llegó del pueblo, encontró el tendal. No sabía cómo enfrentar la situación: ¿entregar a su propio hijo a la policía? Pero Ernesto se perdió en el monte, y no reapareció hasta treinta años después, convertido en un ciudadano común y corriente, rasurado con precisión, y al mando de un local de rulemanes del barrio de Colegiales. Por uno de esos vericuetos increíbles de la vida, la hija de uno de los peones llegó a ser periodista, a la vez que izquierdista revolucionaria, y enterada de la historia de Ernesto quiso entrevistarlo para rememorar aquellas peripecias de comienzos de los 70 en Norpampa.
- Queríamos un mundo mejor- parpadeó Ernesto.
La muchacha lo observó conmovida.
-No sé si bastaba con una escopeta para cambiar el mundo- agregó él, y musitó como para sí mismo-: - Tal vez con una palanca...