En fútbol llamamos genio a aquel que no se ajusta a un patrón e integra en la normalidad cosas que parecen mágicas, hasta el punto de transmitir una relajada sensación de naturalidad cuando hacen lo imposible. O sea, Messi.
De pronto, a una jugada desestructurada, difícil y hasta fea, la arregla un toque que le pone armonía a todo ese desbarajuste. Atajos que toma el instinto con su conocida capacidad de síntesis para llenar brillantemente las lagunas que hay entre dos hechos. Para lograrlo hace falta un sentido espacial panorámico, una mirada periférica solo entendible en un cuello giratorio, un cálculo de resultados propio de un gran matemático, la coordinación de un equilibrista, la astucia de un pobre y una técnica a la que el balón obedece sin rechistar y hasta con alegría. Fuerza, inspiración y gracia con la que se llega a asombrar al mundo. Y a conquistarlo.
Puede estar rodeado de rivales que creen tenerlo acorralado, pero gracias a sensores que desde el sistema nervioso mandan perfectos actos reflejos, el genio acelera, frena o amaga, para encontrar un espacio del tamaño de una pelota. Suficiente para abrirle un panorama nuevo a la jugada. Y mejor. En fútbol, esa especie de dios con dimensiones humanas que trae desde la cuna un saber que perfeccionará con la práctica, es el genio y no puede prever, ni siquiera un par de segundos antes, el prodigio con el que está a punto de sorprendernos. Por descontado que sus rivales tampoco.
Entrega la pelota en profundidad y uno, en calidad de espectador, se pregunta: ¿Se la devolverán? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo?... Antes de formularnos todas esas preguntas, Messi ya las ha contestado y obrado en consecuencia. Para alcanzar esa perfección se necesitan dotes adivinatorias que se guardan en la caja negra del instinto, que tiene una base genética y otra cultural.
Cada genio es exclusivo y pide sus propias metáforas. Para Maradona, por ejemplo, el balón era como un instrumento musical, al que le arrancaba respuestas artísticas. Para Messi el balón es una herramienta sin más pretensión que la de la eficacia. No el serrucho del carpintero ni la azada del hortelano; más bien los elementos de orfebrería del joyero para la perfección milimétrica de su juego. Porque depende. A la cita que solo él conoce se llega caminando o trotando o esprintando. En Messi hay una cuarta posibilidad: retrocediendo. Porque desmarcarse es buscar un lugar vacío, no correr hacia delante. Se trata de llegar a la pelota, o que la pelota llegue a ti, al lugar justo en el momento justo. Desde esa perspectiva del juego Messi es, quizás, el jugador más puntual de la historia del fútbol. Que se me entienda, puntualidad medida en décimas de segundo.
Vayamos al origen mismo del fenómeno.
El espermatozoide justo, fecunda el ovario correcto para que nazca un predestinado; esto es, un niño con una ventaja natural exagerada para jugar al fútbol. Uno entre miles de millones de concursantes. Y hablo tanto de espermatozoides como de postulantes a genio en el mundo entero. ¿Quién no querría ser Messi? Buena parte del conocimiento universal del fútbol se le legó en ese instante o, mejor dicho, buena parte de los instrumentos para manejar el juego a su antojo. Es raro que un milagro venga de serie, pero no hay otra forma de verlo. Sin embargo, hasta los milagros necesitan de condiciones para prosperar.
Rosario merecía un Messi
El crecimiento tiene que suceder en un ámbito que sepa apreciar ese talento específico. El genio futbolístico es beneficiario de una época propicia y de un ambiente en el que el fútbol debe tener un espesor cultural. Nadie lo dijo mejor que Menotti: “Todos sabemos que es imposible un Maradona japonés”. Del mismo modo que se puede decir que Messi es Messi desde que nació, hay que decir que Messi nació en Rosario porque Rosario merecía un Messi. La ciudad entera está impregnada de fútbol y para demostrarlo basta con nombrar a hijos de la ciudad y su zona de influencia: el mismo Menotti, Mascherano, Bielsa, Pochetino, Berizzo, El Tata Martino, Batistuta, Banegas, Garay, Di María, Lo Celso y puedo seguir un buen rato. Entraba dentro de la ley de posibilidades que la ciudad pariera un genio. Ya tenemos la “lotería natural” y la “lotería social”. En los dos casos el gordo fue para Lionel Messi.
La pasión del niño le pondrá acento y honrará la ventaja con la que nació. Seguramente porque percibe muy pronto esa superioridad, tiene un encuentro dichoso con la pelota, el juguete que se impone a todos los juguetes. Empieza ahí una relación de amor, y no exagero, con el gran objeto de disfrute del fútbol. Tiene con ella sesiones interminables de dominio para enseñarle a obedecer cualquier orden. El genio va desarrollando el tacto con la pelota, su dominio, y de ese modo va mejorando su habilidad muscular. También la imaginación empieza a ejercitarse. Del mismo modo que las sillas son regateables aunque no se coman los amagues, a ratos el niño convierte un muro en compañero con el que asociarse, a ratos en arquero al que ametrallar con tiros envenenados. No todo puede ser fútbol, pero es muy posible que cuando esté en el colegio piense en la pelota y cuando duerma sueñe con la pelota.
El conocimiento del juego se logra de un modo fraccionado, haciendo ejercicios de especialización (control, pase, tiro, cabeceo…) que, como las piezas de una maquinaria, después tendrán que encajar en el conjunto. No todos los jugadores saben unir los trozos que entrenaron por separado. Para el genio eso es cosa sabida desde el día en que aquel espermatozoide hizo una de las jugadas de todos los tiempos para llegar al sitio justo.
Así es como la práctica, el consciente y hasta el subconsciente, van cargando de un contenido diabólico ese almacén de información al que llamamos instinto para cuando llegue el momento mágico de la inspiración.
Un laboratorio amable
Todo ese conocimiento hay que ir metiéndolo en el laboratorio amable, casi festivo, que son los partidos del recreo; en los más salvajes del potrero o, quizás con una camiseta de verdad, contra los asesinos del barrio de al lado. Prueba y error para ir haciendo los ajustes entre la visión, la técnica, el coraje... Ahí la pelota ya es comunitaria, de modo que la individualidad tiene que rendirle cuentas al colectivo. Si el tacto con la pelota está ya desarrollado, llega el momento de potenciar la mirada para evaluar a los otros, para interactuar con los nuestros, para entender los espacios y para medir las múltiples velocidades (la de la pelota, la de los rivales, las de los compañeros…) con la precisión de un reloj suizo. La pelota se sociabiliza para empezar a ser fútbol y también esa prueba Messi la pasa sin estudiar, con el esfuerzo inteligente y hasta placentero de la práctica.
Seguramente ya suenan los primeros aplausos y vuelan algunos insultos. Los primeros le gustan y los segundos no le asustan. De hecho, cuando le pegan se resiste a caer para no desprenderse de la pelota. Parece un acto de honestidad, pero mucho antes es el amor a la pelota que nunca perderá. Aún es un niño y juega para disfrutar, pero ya ve, con disimulada felicidad (para que no lo acusen de agrandado según los exigentes principios de los códigos futbolísticos), la evidencia aristocrática de su poder. Messi ya es el Messi que conocemos, al menos en lo esencial. Basta ver un vídeo de su infancia para reconocer su patrón creativo. Se le ve elegir la mejor opción entre todas las posibles y nos hace preguntar, como ahora mismo: ¿Cuántas ideas desechadas habrán pasado por su cabeza hasta elegir esta?; ¿Cómo puede ser que tenga esa puntería para quedarse con la mejor opción?; ¿A qué velocidad trabajan esas conexiones cerebrales para encontrar la solución en un acto reflejo? Esa aventura creativa es fascinante y de ella nos habla el fútbol de Messi desde aquellas imágenes de su infancia hasta cualquier partido de estos días.
Así es como se fue cerrando la fase informal de aprendizaje en la fabricación del jugador más puntual de la historia del fútbol. La calle, principal escenario de su formación en aquellos años, tuvo la virtud de potenciar la valentía, de no modificar la originalidad de sus recursos y de dotarle de confianza a pesar de un físico aún por hacer. La pulga se siente poderosa en medio de aquellas batallas porque no lo agarran ni con la mano. Ni pegarle pueden. Ya tiene súper poderes que solo hay que ir profesionalizando.
Cambio de hábitos
El genio todavía está en Rosario, tiene apenas 12 años y es invisible para el mundo. Llega el día en que tiene que abandonar la casa, el barrio, la ciudad y el país en busca de un sueño que está lejos, en Barcelona. Llega con su cuerpo insuficiente, pero un cerebro con una lógica algorítmica, con su precisión telescópica y un regate que ni siquiera necesita ser burlón para dejar gente en el camino como si fueran aquellas sillas.
Messi, en una acción del partido contra el United. Matthias Hangst Getty
Mientras descubre el nuevo mundo tiene que tratarse sus problemas de crecimiento con inyecciones que él mismo debe aplicarse. Su familia se parte en dos durante el tiempo en que completa su aprendizaje en otra punta del mundo. Quizás en un momento de debilidad se preguntó si valía la pena todo eso o, a lo mejor, tuvo dudas sobre su futuro profesional como todo adolescente en período de aprendizaje, como todo extranjero en fase de adaptación. Pero el orgullo y el carácter del genio no solo asoman en las canchas y los problemas no son más que las pruebas de hombría que le pide la vida incluso a los predestinados. En este punto lo importante es saber que nadie, en el ámbito que se nos ocurra y aunque sea un superdotado, llega a lo máximo subiendo por una alfombra roja. ¿Sacrificio? No. Quizás reto o desafío, porque muy rápidamente Leo habrá ido comprobando que los sueños y la realidad se llevaban de maravilla.
En Barcelona ocurren cosas sustanciales para su formación y abarcan tanto las condiciones de vida como su relación con el fútbol. El cambio de hábitos al que se enfrenta consiste en adaptar su formación callejera a una académica. Ese paso de un grupo cultural al que perteneció por origen a otro que eligió por necesidad, le obliga a socializar de otra manera su fútbol y seguramente se habrá amoldado a él, una vez más, con la facilidad propia de los elegidos. En esta fase los nuevos hábitos compiten con su aprendizaje silvestre. Las rutinas que encontró en el Barça fueron formateando el juego de Leo a un nuevo y muy singular estilo. Hábitos que lo acomodarían a un contexto que resultará inamovible a lo largo de su carrera profesional y que le hizo tanto bien en el Barça como mal en la Selección Argentina. Fue creciendo a imagen y semejanza del Barça, al tiempo que los compañeros lo fueron conociendo a él. A ÉL. Un fútbol que llegaría a ser deslumbrante bajo la dirección de Guardiola y al que Messi iluminó con belleza y elevó con eficacia como Pelé hizo en el Santos, Di Stéfano en el Real Madrid o Cruyff en el Ajax. Por supuesto al lado de compañeros con los que estableció una complicidad duradera, fértil, profesional y humana.
El final del camino
Como el proceso de adaptación al estilo Barça ocurrió en el tiempo más trascendente en términos formativos (de los 12 a los 17 años), el esfuerzo lo transformó de la mejor manera como jugador de fútbol y como jugador de equipo. Las razones son muy simples: todo mestizaje cultural enriquece y hasta los fenómenos necesitan evolucionar. Leo lo hizo en un ámbito coherente con sus condiciones naturales. La Pulga fue creciendo en seguridad, en riqueza táctica, en poder muscular y sobre todo en su precisión en velocidad porque su genialidad cristaliza en la exactitud antes que en la imaginación. Ya se adivinaba algo distinto, ya empezaba a asomar el genio futbolístico; esto es, un jugador que sabía lo de todos mejor que nadie y que sabía, además, lo que nadie más sabía.
Y Messi, por fin en la adolescencia, llegó al final del camino, aquel que lo depositó en el Nou Camp para mostrarle al mundo todo de lo que era capaz. No fue más que el principio de un nuevo camino en la larga travesía hacia la gloria con paradas y nombres propios relevantes: el Barça, la Masía, la Selección, Busquets, Xabi, Iniesta, Ronaldinho, Tito Villanova, Guardiola, Luis Suárez, Jordi Alba, su condición de extremo, de falso nueve, de estratega, de goleador hasta sin querer, su consagración como héroe mundial, sus decenas de títulos, su mujer, sus hijos, la madurez… También pasó por sus problemas con Hacienda, por la infección periodística que, con un sentido nauseabundo del espectáculo, le pedía a él, sobre todo en Argentina, lo que solo se le puede pedir a un equipo. Cada uno de estos hitos, episodios y personajes fueron pasando por su vida para dejarle algún tipo de influencia y para trabajar sobre su reputación y fama mundial con la que tiene, por cierto, una relación muy relajada. ¡Otro milagro! Solo que este ya no viene a cuento. Su larga e impecable trayectoria le valió para convertirse, indiscutiblemente, en el jugador más importante de la historia del Barça. En cuanto a su estatus futbolístico global, entrará con todo derecho entre los jugadores más grandes de la historia del fútbol. Jamás se me ocurriría decir que Messi es más que Di Stéfano, Pelé, Cruyff o Maradona. Tampoco que es menos.
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