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La ausencia de consenso ante el desafío independentista dificulta la salida Gabriel Rufián, en el acto de arranque de campaña entre las fotos de Oriol Junqueras y Raül Romeva. Albert García
La existencia de diversos programas políticos para hacer frente al intento de secesión de Cataluña por vías de hecho no es una prueba de la pluralidad desde la que los partidos de ámbito estatal abordan la cuestión territorial en estas elecciones, sino de la renuncia a abordarla desde el consenso. Es en esta división donde las fuerzas independentistas han encontrado el margen para seguir solicitando el voto en favor de una promesa imposible de cumplir, así como para disputar la hegemonía en su propio campo. Mientras que ERC apuesta ahora por ampliar la base social del independentismo, después de que su líder, Oriol Junqueras, proclamara en su día la victoria en unas elecciones planteadas como plebiscitarias que manifiestamente había perdido, la confusa constelación de siglas en la que se transformó la antigua Convergència se debate entre la estrategia de la confrontación total del expresidente huido, Carles Puigdemont, y la voluntad de condicionar al próximo Gobierno, defendida por los dirigentes en prisión.
No menos imposible de cumplir que la promesa de los independentistas es la de aplicar el artículo 155 de forma inmediata y permanente, en la que, con distinta intensidad, coinciden el Partido Popular y Ciudadanos. El sistema constitucional impide la aplicación indefinida de una norma del ámbito de la excepción como es el artículo 155, pero, además de esta razón jurídica, existen otras estrictamente políticas. Como el Partido Popular y Ciudadanos han tenido que reconocer al poco de iniciarse la campaña, la ultraderecha, por un lado, y los independentistas, por otro, son los únicos beneficiarios de sus desmesuras contra el Partido Socialista en materia territorial. Este, por su parte, hace frente a las consecuencias de haber cometido el grave error de suscribir desde el Gobierno una ambigua declaración conjunta con la Generalitat, más tarde amplificado con la creación de una mesa de partidos que aparentemente sustituía las funciones del Parlament y de una confusa figura a medio camino entre el secretario y el mediador.
Junto a la alternativa de explotar electoralmente los respectivos errores frente al independentismo, convirtiendo la campaña en una ordalía acerca del ser o no ser de España, cabría una más pragmática y elemental: aprender todos juntos la lección política. Una lección que se resume en que el único éxito que puede contabilizar el independentismo no es haber puesto en jaque el sistema institucional establecido por la Constitución de 1978, que ha demostrado una vez más su extraordinaria solidez, sino haber arrastrado a las principales fuerzas del país a discutir sobre las esencias de la nación y no sobre la organización del Estado. Si algo no funciona correctamente en esta organización es el vigente Estatut. Pero no por el grado de autogobierno que contempla, sino porque una norma tan deficientemente concebida, y tan manoseada durante su tortuosa tramitación, ha terminado por convertirse en el agujero negro del sistema constitucional. Reconocer que existe exige repararlo entre todos, no que un partido tras otro se precipite por él.
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