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Sea quien sea el inculpado o el testigo, lo judicial debe estar separado de lo político Mariano Rajoy, durante su declaración, este miércoles, en Tribunal Supremo. EFE
El juicio que se sigue en el Tribunal Supremo contra los dirigentes que presuntamente participaron en la declaración de independencia de Cataluña ha entrado en una nueva fase. Tras la declaración de los inculpados es el turno de los testigos, algunos de tanta relevancia como el expresidente del Gobierno de Mariano Rajoy y destacados miembros de su Gabinete cuando sucedieron los hechos. Hasta el momento, la estrategia de los partidos independentistas dirigida a instrumentalizar el juicio en favor de su causa se ha saldado, más allá de la propaganda efímera, con un inequívoco fracaso, solo comparable al cosechado por quienes, como el partido ultraderechista Vox —personado en la causa—, aspiran a convertir el procedimiento penal instruido por un tribunal democrático en un espectáculo inquisitorial acorde al modelo de sociedad que defienden. Ambos extremos, que han hecho bandera beligerante de su respectiva nación, se han dado de bruces con el Estado de derecho establecido por la Constitución de 1978, la solidez de sus instituciones y la inalterabilidad de sus procedimientos.
El balance provisional de la irresponsable aventura emprendida por las fuerzas independentistas al despreciar la ley en nombre de una democracia que ellas mismas pisotean —intentando imponer por vías de hecho el programa secesionista de la minoría a la mayoría— tiene en su haber estragos tales como el sustituir la imagen moderna de Cataluña por la de una comunidad radicalizada, fracturando su sociedad, expulsando a sus empresas más dinámicas y dejando en evidencia el oportunismo de muchos de sus intelectuales. En último extremo, las fuerzas independentistas han desencadenado también la espiral que amenaza con arrastrar al conjunto de España hacia el debate esencialista que inspiró las páginas más estériles de su historia. Porque en ese debate, hoy lo mismo que ayer, solo pueden prosperar los partidos y los líderes —también los ideólogos— que carecen de escrúpulos para apelar a los peores instintos.
Pero, aunque provisional, el balance no estaría completo si no incluyera la creciente banalización de comportamientos inaceptables en las relaciones entre representantes públicos. Invocar como excusa el juicio que se sigue en el Tribunal Supremo para no prestar las atenciones debidas al jefe de Estado, según hicieron el president de la Generalitat, Quim Torra, y la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, durante la celebración del Barcelona Mobile World Congress, demuestra en qué poco estiman la dignidad institucional que tienen encomendada. Porque si lo que pretendieron con su gesto era expresar una protesta, incurrieron en el error, a la vez ético y estético, de confundir la manifestación de la discrepancia con la grosería, inconcebible desde las más elementales convicciones democráticas. Pero si lo que buscaron fue influir sobre el Tribunal Supremo, intentando compensar con la inevitable visibilidad internacional de su desplante al Rey la escasa convocatoria de unas manifestaciones y una huelga general dirigidas expresamente a hacerlo, el error fue todavía más grave, porque vuelve a demostrar el desprecio a la separación de poderes que parece estar instalándose en las instituciones constitucionales de Cataluña.
La comparecencia del expresidente Rajoy como testigo en el juicio contra los dirigentes independentistas es, sin duda, la de un líder al que cabe reprochar incontables errores en la gestión política de la crisis territorial en Cataluña, como también a aquellos de sus colaboradores que serán interrogados en sesiones sucesivas. Pero en ningún caso eso es lo que se juzga en el Tribunal Supremo ni lo que autoriza a interferir desde fuera de la sala en la labor que los jueces desarrollan en el interior. La frontera entre lo judicial y lo político debe permanecer infranqueable como hasta ahora, sean quienes sean los inculpados pero también sean quienes sean los testigos.
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